La inevitable decadencia del #MeToo

Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2Antes de que se orqueste mi linchamiento digital quiero aclarar que tengo un punto, o varios. Y como sé que las redes sociales adoran el drama sacado de contexto, también haré la innecesaria aclaración de que me identifico como una mujer feminista, mestiza y consciente de su privilegio; así que cualquier aclaración, impugnación o conjetura sobre mi profesión o la de mi madre, puede extenderse en los comentarios, por favor y gracias.

Procedamos.

Desde 2018 el movimiento #MeToo ha inspirado numerosas denuncias, confesiones y artículos reflexivos (unos cuantos en esta revista) para cuestionar la desventaja sistémica que enfrentamos muchas mujeres. Principalmente, el movimiento habla de la impunidad que rodea a la violencia sexual, incluyendo sus microagresiones aparentemente inofensivas, como el acoso profesional o callejero.

Cuando las mujeres comenzaron a compartir sus historias de terror escuché a muchos hombres preguntar para qué. Incluso dentro de este medio se nos cuestionó a mí y otras autoras sobre los logros que debería de haber alcanzado nuestro escándalo. Pero por enésima vez, la idea de un movimiento de denuncia no es específicamente el encarcelamiento de los acosadores ni la destrucción sistémica de grandes hombres que tienen un corazón coqueto. La justicia —especialmente en países centroamericanos— es un pésimo chiste y por eso el verdadero objetivo está en la concientización.

Si yo hubiese tenido la inspiración de miles de desconocidas que compartieron mi experiencia, seguramente no habría renunciado a aquel trabajo donde mi jefe continuamente pedía contacto físico y me enviaba mensajes sugerentes al celular corporativo. Si volviera a esa misma situación, tras recibir una negativa de Recursos Humanos, me habría dirigido a la Gerencia General con mi fardo de evidencia e incluso habría colocado una denuncia en el Ministerio de Trabajo.

Pero hace tres años elegí preservar la paz y eso me costó un injusto sacrificio que jamás pienso repetir. Gracias al movimiento recibí orientación en materia de derechos y legalidad y ahora me siento más confiada y cómoda en mi esfera profesional. Pedí apoyo e información que incorporé a mi sistema de soporte, como lo dicta la buena salud emocional.

Atados a numerosos eventos sociopolíticos, #MeToo ha cobrado nuevas formas, como por ejemplo, #UnVioladorEnTuCamino y #ElVioladorEresTú. Desde el infame performance en Chile y sus réplicas en Latinoamérica y Europa he visto a muchas mujeres compartir aún más experiencias, específicamente con esta narrativa: «La culpa no era mía, ni donde estaba, ni cómo vestía». La tendencia comenzó como un reconocimiento de las víctimas de femicidio y violencia sexual, y creo que es un mensaje claro, emotivo y necesario para que las personas entiendan el daño irreparable detrás de un crimen sexual.

También me evoca la repugnancia e ira que logró aquella exhibición de la Universidad de Kansas, What Were You Wearing?, donde las prendas de las sobrevivientes incluyen un uniforme militar y un vestido para bebé.

Sin embargo, he notado que muchas mujeres han comenzado a apropiarse de la narrativa de una manera insidiosa, marcándose como víctimas en situaciones sospechosas. Aclaro: no estoy señalando la típica excusa de «las mujeres hacen denuncias falsas y por eso no debemos confiar en ellas». Simplemente creo que muchas congéneres han aprovechado la etiqueta para ventilar historias de malentendidos de pareja u ofensas personales.

En un mundo ideal, el consentimiento es una diferencia blanquinegra, pero en la realidad hay varias escalas de gris. Lo que muchas amigas no quieren admitir es que ceder a las presiones conscientemente es una consecuencia de su irresponsabilidad emocional. Y lo verdaderamente repugnante es que se esté normalizando la narrativa de enmarcar una relación fallida como una circunstancia de abuso: reescribir el trauma personal para arrebatar esos abrazos y palabras bonitas que reciben de las otras chicas que cuentan sus historias de violencia. Vuelan por aquí y por allá los abrazos y corazones púrpura, y mientras salen los remixes de #ElVioladorEresTú y el movimiento se memifica, no puedo evitar pensar que talvez estamos banalizándonos.

De nuevo, no estoy aquí para desprestigiar a las mujeres que valientemente revelan su sufrimiento para concientizar a otros. Pero, amiga, si estás a punto de compartir tu pequeña historia triste, quiero que hagas aquello que más detesta la generación del like: toma unos segundos y analiza lo que vas a publicar. ¿Estás publicando porque te interesa que alguien te tome como punto de apoyo o porque quieres un poco de atención? ¿Estás dispuesta a compartir recursos de ayuda y prestar tu dinero o tu tiempo a otra persona en necesidad? ¿O acaso solo estás aquí para mandar dos emojis y un retuits? O bien, ¿estás lista para tomar la madura decisión de construir tu sistema de soporte y superar el trauma?

Creo que hay demasiada condescendencia en ese argumento de «Toma tu tiempo y supéralo cuando estés lista». La verdad es que a medida que no trabajemos con nuestro dolor es muy seguro que lo estaremos proyectando y perpetuando en otros. No somos culpables de los abusos, pero sí somos responsables de nuestra reconstrucción.

Y ese paso tan introspectivo, honesto y tedioso, pues… solo digamos que es menos entretenido que un jingle de protesta. Pero vale la pena cuando estás lista para ser responsable de tu propia vida.

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