Memorias de una pandemia: entretenimiento metamórfico


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2Lo que aprecio de la televisión —acaso más que en la literatura— es la forma en que inevitablemente debe extender la realidad inmediata. Sí, yo sé que a muchos novelistas los valoran por capturar el espíritu de su nación o su época, pero eluden la superficialidad que generalmente informa la idiosincrasia de todos. Somos seres triviales y a veces creo que la caja idiota lo entiende mejor en su primetime.

Vagamente recuerdo cuando el 11 de septiembre de 2001 reajustó la industria del entretenimiento. Como muchos programas de comedia nocturnos, Saturday Night Live no se grabó. Episodios de Sex and the City, Friends, The Simpsons y hasta Pokémon fueron fuertemente editados o eliminados de la sindicación.

Muchas películas tuvieron que regrabar sus escenas violentas si un avión, un edificio en llamas o un actor con turbante estaban involucrados: Spider-Man, Men in Black II, Zoolander y hasta Lilo & Stitch. En algunos casos hasta se cancelaron las producciones.

Eventualmente surgieron los documentales del asunto, pasando las contra-documentales conspirativas y culminando en las dramatizaciones que claramente peleaban por un Oscar; algunas decididamente mejores (United 93) que otras (World Trade Center, Remember Me). Y ni hablar de las referencias en series de explotación mediática como Law and Order o Family Guy, que poco tardaron en extraer los titulares conmemorativos para perpetuar el jingoísmo o el mal gusto.

Pero eso es lo que hacemos con el trauma, a fin de cuentas. Lo acarreamos porque creemos que hay un valor en nuestro daño, pero en realidad no nos hace más valientes, ni más bondadosos, ni más necesarios. Y la deconstrucción en parodia u homenaje es otro intento por explicar o justificar lo que no tiene lógica ni razón. Ni siquiera el coqueto rostro torturado de Robert Pattinson puede remediar esa falta.

Sin embargo, esta crisis ocasionada por la pandemia del COVID-19 es distinta. No hay terroristas ni grabaciones de caja negra. No hay edificios incendiándose entre las explosiones. La fosa en Nueva York está ordenadamente apilada, los restos están identificados y desinfectados sin escándalo. Cada día se suman cientos de miles de fallecidos, pero no hay culpables ni sospechosos. Solo hay una pequeña traza de ARN.

Esperamos encerrados, calculando las facturas de supermercado, limpiando los baños y evitándonos unos a otros en la sala. Hemos perdido ingresos y trabajos, y aún así no hay monumentos ni vigilias. No habrá un Museo de la Cuarentena COVID-19 donde exhiban nuestros pantalones de piyama y botellas vacías.

Y por eso supongo que tampoco tendremos una gran novela de Don Delillo ni una secuela de Contagion. Cada día se reportan más protestas de personas que exigen su «libertad» para salir a cortarse el cabello o comprar zapatos. Otros claman por el colapso de las grandes empresas que ya han provocado pobreza, sin reparar en las bases de esa desigualdad desde el principio. La gran revelación de esta crisis sanitaria es que no solo somos malos para lidiar con el trauma: somos expertos para perpetrarlo.

Decenas de producciones y lanzamientos de cine y televisión se han aplazado. El ciclo de entretenimiento masivo al que nos acostumbró la década de Marvel y las secuelas de Star Wars ha llegado a un abrupto final. Y quisiera pensar que podríamos ver una evolución en nuestra percepción de la humanidad a través de la ficción, especialmente la popular. Pero algo me dice que no veremos a Robert Pattinson colocándose una mascarilla que no tenga forma de murciélago. Es irónico así.

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