Mientras agonizo, de Faulkner: casi una comedia cruel


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2Entre un extraño arranque de nostalgia, exasperación y frío decidí leer a Faulkner este noviembre. As I Lay Dying es la clase de novela que nadie debería leer antes de los veinte años. Tenía unos diecisiete años la primera vez que hojeé un fragmento de la novela en Scholastic’s American Literature. Las preguntas de análisis posterior me invitaban a perfilar cada personaje y entender la dinámica emocional entre los hermanos Bundren.

Supongo que —por esa ridícula costumbre de hallarle una moraleja al arte— el ejercicio didáctico me guiaba a describir una unidad familiar saludable; o al menos, mi sesgadísima versión de una. Mi maestra nunca incluyó a Faulkner en las lecturas de la clase y por casi una década no volví a pensar en la amargura de Addie.

Años después coincidí (un verbo tan cursi como literario) con un escritor que constantemente mencionaba la infame escena de Cash serruchando la caja. Al fin y al cabo, ningún escritor que se respete puede renunciar a esa mórbida fascinación con la muerte. Con la sola idea de dejar un poema, un guion o una novela se trata de engañar a la finitud aun cuando nos abraza como una reconfortante certeza. Es como un matrimonio infiel: el amor y la mentira en cada lado de la moneda. Y escribir es solo el constante acto de lanzarla y adivinar.

Pero vuelvo a Faulkner. Una parte muy enferma de mí sugiere que de las desaventuras de la familia Bundren se haría una magnífica comedia, acaso una versión más campirana y existencial de Arrested Development. Veo mucho de Michael Bluth en Darl y jamás podré separar a Jewel del inadaptado pero adorable Buster. Tanto William Faulkner como Mitchell Hurwitz confían en la psicología de sus personajes para trasladar mensajes sumamente intrincados, en contraste con un argumento que puede resumirse con una sola oración.

Y como detalle muy importante, ninguno de los autores invita a que el espectador simpatice con ninguno de sus protagonistas. Addie Bundren y Oscar Bluth son el avatar de la muerte y quienes los rodean buscan indistintamente amarlos, protegerlos, abandonarlos o destruirlos. La familia es solo un complejo y cambiante escenario para agonizar.

Peabody menciona en un punto cómo, de joven, veía a la muerte como un fenómeno del cuerpo, pero luego supo verla como una función de la mente, aunada a las mentes de aquellos en duelo. Las prioridades materialistas de dos hermanos que quieren embolsarse tres dólares se complementan maravillosamente con las peripecias financieras de un quiosco de bananas. Yoknapatawpha es el mismo infierno inescapable que Sudden Valley y sus habitantes se confortan con la gala de pecados capitales, recordándonos que todos somos, en el fondo, terribles personas.

Tengo casi treinta años y ya dejé de obsesionarme con el aprendizaje en los textos. También hice mi paz con lo insidiosas que son las familias felices que prometen los cuentos de hadas y los folletos de catequesis. Y creo que por eso no soy tan feliz, pero estoy más tranquila. Me gusta pensar que esa valentía me permitirá ver algo bello en la muerte; o cuando menos, recibirla a carcajadas.

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