No, Doctor. Todos somos Pagliacci


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2Cuando era niña la vida adulta se me presentaba como una serie de privilegios por desbloquear: mi propia casa, un vehículo para ir por donde quiera y la potestad para decidir que el pastel es una cena perfectamente balanceada. Eventualmente pasé de los veinticinco y, bueno, he descubierto que el dinero existe, la depresión persiste, nunca duermo lo suficiente y la cerveza suele ser más efectiva que el tiramisú. Y parece que no soy la única persona de esta nueva Generación Perdida que ha descubierto el encanto de la tristeza.

En los últimos dieciocho meses he notado una creciente racha entre las personas que sigo en redes sociales. Menos fotos de comida y fiestas, menos selfies con filtros de cachorrito y más textos que epitetizan el aislamiento, la ansiedad y la tristeza. Diariamente me topo con memes y caricaturas que relatan ataques de pánico y atentados de suicidio con la misma levedad de los rage comics en los tempranos 2000. El subreddit r/2meirl4meirl cuenta con casi un millón de seguidores y la tendencia de Laura Sad (detonada en Latinoamérica en 2016) aún recibe búsquedas en Google. Y bien, muchos boomers dicen que los millennials somos ultrasensibles e inmaduros, que preferimos colgarnos de un aparatito que nos preserva en una eterna adolescencia. Y aunque nunca pierdo la oportunidad para juzgar las limitaciones de mi generación, creo que esa tampoco es la verdad completa.

Para empezar, la asociación entre juventud y tristeza es tan vieja como Hamlet. En 1774, el Werther de Goethe convirtió el suicidio en un antecedente más macabro de #relationshipgoals. Pero el tropo realmente despegó en el Romanticismo del siglo XIX. El llamado héroe byrónico, inspirado por el poeta Lord Byron, era el arquetipo de un protagonista soñador y apasionado, pero abrumado por una incurable tristeza. El estereotipo se consolidó en Notre Dame de Paris, El conde de Monte Cristo, David Copperfield y prácticamente toda la bibliografía de las hermanas Brontë. Y su influencia llega hasta nuestro siglo, presente en cualquier protagonista de Roberto Bolaño, la más reciente encarnación de James Bond, cualquier papel de Keanu Reeves y todos los derivados de Christian Grey, entre otros infames ejemplos.

Es entendible que la juventud glamorice la desolación. Después de todo, es una etapa confusa en la que aún no tenemos una clara idea de nuestro propósito e identidad y los productos de la cultura nos permiten exorcizar esas emociones hacia el sexo, la violencia, la espiritualidad o el centro comercial. Pero la candidez que he visto convertida en memes tiene menos que ver con la tradición byrónica y más con la atención que ha ganado la higiene mental en los últimos años. Iniciando en 1922, la OMS estableció el Día Internacional de Salud Mental, pero fue hasta 1996 que se tomó la decisión de fijar un tema anual para informar y concientizar sobre problemas específicos —alentando la investigación según las necesidades sociales— y desde 2000 este tema se ha alejado de las plataformas de derechos civiles para informar al público general sobre los trastornos más comunes y estigmatizados como ansiedad, depresión, esquizofrenia, bipolaridad y demencia senil.

Uno pensaría que esta labor —sumada a los totalmente fiables y nada tendenciosos recursos en Internet— nos ha vuelto una población más empática, consciente y saludable. Lamentablemente, la conversación permanece a medias. Cualquiera puede entrar a Google para autodiagnosticarse un trastorno de personalidad, una neo-identidad sexual y dos o tres parafilias. A eso sumemos los productos culturales que poco quieren agregar al tema de concientización en salud mental pero definitivamente capitalizan en las emociones de su audiencia. Mientras los depression memes atraviesan de lo jocoso a lo ofensivo y a lo preocupante con un solo clic, es bueno empezar a comentar las realidades incómodas. Para empezar, talvez deberíamos dejar de decir que estos millennials están «necesitados de atención» y pensar que más bien están necesitados de conexión. Toman sus smartphones con la misma afección con que Hamlet tomó una calavera y, al igual que él, monologan.

Tristemente, nuestros propios fantasmas son una pésima alternativa para la terapia.

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