No perdone mi insolencia


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgDiferente de la novela, la ensayística o la poesía basura contemporánea, la comedia es el subgénero literario más incomprendido, marginado y abusado de todos. Como un niño del ghetto, la comedia es una amenaza latente, un legado del dolor recibido, multiplicado y repartido. Y aunque a las audiencias les fascinan las historias de redención y los underdogs, este es un testimonio sobre la gloriosa tarea de un terrorista que lo disfruta.

Me parece curioso que la gente desacredite el trabajo de un comediante como algo fácil o vulgar. Reírse no cuesta nada; hacer reír, sí. Y lo que muchas personas no saben es que aquello que nos conmueve a la risa forma gran parte de nuestro entendimiento del mundo y sus reglas. Todos los chistes que conocemos, los memes que trasladamos y las burlas que perpetuamos corresponden con nuestras prioridades y necesidades.

Por eso la comedia es un asunto serio, algo así como el terrorismo. Puedes ser un mediocre asaltante de esquina que arranca celulares o puedes coordinar majestuosos ataques en monumentos gringos. Puedes ser el bravucón en el patio de recreo o puedes ser el policía malo. De cualquier forma, tu tarea es hacer conciencia sobre la pobreza, la guerra o la crueldad, condiciones tormentosas pero inamovibles de la humanidad. La comedia se trata de dolor y las pequeñas maneras en que lo compartimos.

Sé que suena como una lúgubre canción de metalcore adolescente, pero entender ese tipo de subversión hizo que me enamorara de la comedia oscura. Entiendo que jamás tendré el tiempo o la capacidad para cambiar toda la injusticia que he presenciado en este planeta, pero devolver parte de ese dolor, cuestionar la autoridad que me ha quitado o golpeado lo que me pertenece, me permite hacer la paz con el mundo. Ser un comediante de color no se trata de exprimir risas por ser escandaloso o sucio, sino de atreverse a cuestionar por qué creamos límites y a quién realmente benefician nuestra censura y obediencia. ¿Por qué nos aferramos con tanta convicción a prejuicios, leyes, protocolos y soberanías? Creo que nos corresponde reflexionar por qué se merecen nuestra atención y respeto. ¿No es nuestro verdadero propósito ser felices, acaso? Somos seres prescindibles, temporales e incompletos; lo mejor (y quizá lo único) que podemos hacer al respecto es disfrutarlo y reír.

Muchos artistas suelen envanecerse por su capacidad por crear lo inaccesible: escriben sus Ulysses, recitan sus altazores o pintan garabatos surrealistas. (Ese es todo el encanto de Darren Aronofsky, ¿no?). Transforman emociones normales como el dolor o el miedo para hacerlas lo menos familiares posibles. Se declaran subversivos y desprecian a las personas que los ignoran o critican, pero al final no tienen un eco. El arte de hacer humor, especialmente humor negro, consiste en resonar con lo que nadie se atreve a decir. No hay manera de defender un chiste que no cumple: la reacción es inmediata y clara como una carcajada, está ahí y poco a poco se esfuma una emoción que tú despertaste en otros. Hay una sensación extraordinaria en eso. Suelo pensar que así se siente la libertad.

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