Posmodernindad: el tumor de la literatura latinoamericana


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal 2Estamos encerrados, presuntamente con suficiente tiempo para producir la gran novela de la pandemia o realmente leer todas esas páginas de 2666, evadiendo la gran verdad que desahucia a todos los autores: nunca produciremos algo único, singular o novedoso.

No es inusual que la primera descripción de un texto que un escritor extiende a otro sea algo como «Suena muy cortazariano» o «Me recuerda a Hemingway» o incluso algo un poco más insultante como «Se parecen a los versos de Benedetti» (prometo que algún día entraré en ese pleito).

La fútil búsqueda de la originalidad, de la susodicha voz, es más bien una tarea de la arrogancia. Muchos autores aún creen que su obra nació en un espacio de pureza removido de todas esas banalidades como la televisión, los blockbusters de verano, los hits de la radio y los anuncios en la calle. Es muy raro que un autor abrace la posmodernidad como parte de su narrativa, posiblemente porque cuando lo hace se vuelve polémico.

Vean nada más lo que sucedió hace unos años con «Cat Person», de Kristen Roupenian, cuando fue publicado en The New Yorker. El relato sigue una relación que florece desde las redes sociales. Muchas personas arremetieron contra Roupenian, tachando al cuento de panfleto feminista millennial y cuestionando la calidad que le haría merecer un espacio en el mismo dominio que aloja a Truman Capote y Gore Vidal. Pareciera que la literatura “buena” está solo en el pasado, el sitio extraño donde nunca se le habría regalado el Nobel a Bob Dylan. Y francamente estoy cansada de eso.

Tengo una relación complicada con el tema de cultura pop. Muchas personas lo toman como una curiosidad pasajera con menos relevancia que el intelectualismo clásico. De ahí aquella irritante superioridad moral de los que —dicen que— no ven televisión, no saben quién es Kim Kardashian o nunca leyeron Harry Potter. No hay ningún mérito ahí. Es igual de irrelevante que escuchen a Vivaldi que a Ariana Grande. Lo que no tiene sentido es renegar de esta verdad irrefutable: hasta el más vulgar y banal contacto con la cultura nos ha influenciado.

Siento que Latinoamérica es especialmente insistente para perpetrar ese intelectualismo tan soso y presuntuoso, en parte porque no existe una fructífera industria editorial. Prácticamente podemos dividir la oferta latinoamericana en tres partes: narrativas premiadas, textos de autoayuda y novelas juveniles sobre la parafilia de moda (vampiros, brujos, chicos con cáncer). Esta es también la razón por la cual géneros como la fantasía o la ciencia ficción brillan por su ausencia en estas zonas: no tenemos un Asimov ni una Le Guin que le hereden a un Ted Chiang o una Karen Russell (y si alguien puede corregirme, se lo suplico).

No sé a quién realmente le sirve nuestra literatura cada vez más avejentada, hiperrealista y afectada. Este año por primera vez leí un cuento del autor peruano Christian Solano sobre una familia desintegrada por el Facebook. Siento que no le he agradecido lo suficiente por recordarme que Latinoamérica tiene algo más que ciudades ochenteras, escritores muertos de hambre y resentimientos posrevolucionarios.

Quién sabe. Talvez el futuro sea distinto.

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