Vivir del arte (y otras ideas estúpidas)


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgNo hace mucho estaba sentada en una galería de Miami viendo una enorme pantalla donde se proyectaban videoclips de un hormiguero rociado con confeti mientras una serie de ecos y percusiones resonaban sobre los carraspeos. La obra pertenece a la brasileña Rivane Neuenschwander y se titula Quarta-Feira de Cinzas/Epilogue. Por ratos, las hormigas parecían pelearse por los pedacitos de papel. En otras escenas cooperaban para acarrear los pedazos más grandes hacia sus túneles. La gente, solemne en su mayoría, miraba sin preguntar. Curiosamente, la admisión a ese estrafalario espectáculo costó más de US$15.

Una y mil veces hemos escuchado la historia del artista o humanista frustrado. Típicamente, estas narrativas empiezan como un manifiesto y terminan en uno de esos detalles petulantes de la ópera, como el músico que quema sus partituras para resguardarse del invierno o la modista que lentamente se entrega a una enfermedad autoinmune sobre el sillón de alguien más. Solo hay que agregar la cruel ironía de tantas exposiciones y subastas que presuntamente benefician a los desamparados y el chiste se cuenta solo.

Cada vez que escucho una de esas historias no puedo evitar pensar en el lado opuesto de la moneda: el escritor multimillonario, el pintor que se codea con el jet-set o la legión de celebridades hollywoodenses en las páginas de Vanidades. Esto sonará asquerosamente libertario por un segundo, pero claramente hay un precedente para la manera rentable de crear y por eso encuentro bastante tonto que sigamos regalándole nuestra lástima a los artistas fracasados. Simplemente estamos equiparando la mediocridad con el talento, y no veo cómo eso ayuda al arte o a la humanidad.

Me atrevo a decir que la razón por la que muchos artistas se frustran tiene que ver con su capacidad para comunicar valor y no con su destreza técnica o creativa. He conocido a pintores y escultores guatemaltecos que descaradamente plagian las piezas y estilos de sus contrapartes en Europa y Estados Unidos, desligándolas muchas veces de su profundidad narrativa y relevancia social. Sus trabajos están cínicamente expuestos en galerías italianas y plazas holandesas, sin manifiestos ni pompa existencial, llenando los fondos de millones de selfies turísticas. Y ese es precisamente mi punto: el discurso del arte vendible no depende de la calidad o renombre, sino de la capacidad para generar una imagen con valor que resuene con los corazones y bolsillos de la demográfica correcta. La verdadera misión del arte en esas lujosas galerías consiste en una experiencia del colectivo pensada para su espectador alejado del autor.

La verdadera narrativa que debe pretender el artista rentable tiene mucho que ver con los mensajes que la sociedad indaga y el compromiso de crear para esas rabietas e inspiraciones del colectivo contemporáneo muchas veces conformado por puros turistas y curiosos. Talvez se requiere un legítimo talento y un poco más de pasión para amar esa hambre ajena. Poco importan las fantásticas ideas de un legado y una misión individual si a la larga vas a ignorar cuánto poder hay en la gente que desea conectarse con algo que posiblemente es más grande que tu ego o tu pobreza. Hacer dinero no se trata de movilizar la historia, un manifiesto o una estética, sino de entender la sensibilidad en la gente que claramente te ignora y cómo puedes acariciarles el frágil punto entre su deseo y necesidad.

Piensa, por ejemplo, en cómo llenarías de brillantina la guarida de un insecto.

¿Quién es Angélica Quiñonez?

 

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