#Woke: otra era de conciencia social


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgEn otra era se nos habría tachado herejes, sediciosos o comunistas, pero en 2018 los millennials predicamos el #wokeness. Llámenlo sentido común o presunción desinformada, pero mi generación tiene opiniones implacables y necesarias sobre las situaciones más complicadas de la sociedad. Inventamos el único hashtag que resume todas las soluciones para el valiente nuevo mundo, donde las grandes corporaciones serán derrocadas, legalizarán la marihuana y los abortos y reinarán la paz y el amor libre LGBTQA sin pronombres.

En realidad, el término woke fue originado por el movimiento de Black Lives Matter como una conscientización sobre la inequidad social y racial. La frase stay woke fue enunciada para destacar la persistencia del racismo y sus consecuencias mortales. Activistas y artistas como Erykah Badu la emplearon para exhortar al «despertar» de la comunidad afrodescendiente y demandar la defensa de sus derechos. Por su gramática vernacular, el término tardó poco en calar la conversación digital y, como era de esperarse, adquirió nuevas definiciones. Poco después surgieron chicos blancos que denunciaban la corrupción de las multinacionales, el sexismo en los sitcoms noventeros o la crueldad animal de la dieta omnívora, y vieron en el #woke una vía instantánea hacia la reflexión.

¿Fue apropiación cultural? Quizá, pero el internet no cuida la pureza ni integridad en ningún discurso. El concepto del #wokeness es ahora una cuestión de cultura global, la quintaesencia de la mampostería místico-simbólica del tan sonado ciudadano global.

Cuando era una adolescente, mis profesores constantemente repetían que debíamos aspirar a ser parte de una aldea mundial. Ser un world citizen se resumía en reciclar la basura, aprender bien el inglés, prevenir el calentamiento global, decirle «no» a las drogas y ponerse triste por la guerra. Jamás nos hablaron del conflicto armado o los golpes de Estado. El único genocidio que conocimos fue el de los judíos, parcamente detallado en tres párrafos de un capítulo en el libro de historia universal. Alguna vez nos hablaron de Guatemala como una tierra de eterna primavera, hermosas flores, fauna en extinción y muchos idiomas mayas. Nos dijeron que era pluricultural, plurilingüe y un paragón de paz entre dos océanos, igual que la banderita. Mi formación, como la de muchos de mis contemporáneos, fue decididamente apolítica y las rupturas de esa cuidadosa madeja de falacias nos sorprendieron ignorantes y asustados.

Se supone que una ideología política es un rito de la vida adulta, como tomar café, tener hijos o abrir fondos de pensión. Siempre pensé que cuando creciéramos nos convertiríamos en nuestros padres, pero con otras carreras, otros carros, otras casas y otras parejas. El mundo nos daría un lugar, o bien, una visa residente y derechos de arrendamiento. Tengo ahora la edad que tenía mi madre cuando mi segundo hermano acababa de nacer: no leo el periódico ni tengo la menor idea de cómo cocer arroz. Aún no entiendo muy bien quién soy y a dónde se supone que vaya, pero tengo argumentos documentados para mi opinión sobre el aborto, el feminismo, la migración, las drogas y la homosexualidad.

Imagino que para eso inventamos el wokeness millennials: para conectar con un planeta que nos es cada vez más indiferente y una situación socioeconómica que diariamente nos cierra más posibilidades. Rebelarse contra el sistema conservador en que crecimos es nuestra incidencia de consolación: al menos podemos ofender a nuestros padres, jefes y autoridades. Aun si en Centroamérica debe transcurrir más de un siglo antes de que se movilicen legislaciones específicas y objetivas para los derechos de la diversidad sexual o el aborto, tenemos una idea por la cual pronunciarnos, acaso una que con mayor esperanza une la lucha contra la corrupción.

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