Y deja lo humilde: también soy buena persona


Angélica Quiñonez_ Perfil Casi literal.jpgDe niña tuve un libro titulado Unas santas a tu edad. En no más de 100 páginas reunía una docena de biografías de personajes como Santa Eulalia, Santa María Goretti o Santa Rosa de Lima. Era una manera de educarme en doctrina, pero la principal razón por la que lo releía era porque me aterrorizaba. Los relatos incluían descripciones de las torturas que recibieron las jovencitas mártires o fenómenos físicos como la chica que no podía comer otro alimento que no fuese hostias consagradas porque su cuerpo inmediatamente lo vomitaba. El libro decía que estas chicas eran ejemplares. Yo tenía once años y muchísimas pesadillas.

Dudo mucho que vayan a ponerme un altar, pero imagino que como todo el mundo me he preguntado si soy buena. No es extraordinariamente complicado: nunca he matado a nadie y no he robado algo más caro que un bolígrafo. Jamás he invadido un país ni he ordenado un genocidio, y tampoco le pongo piña a la pizza. Legalmente, soy una persona proba.

Pero a juzgar por las historias del santoral, la bondad no se trata de cumplir con la justicia sino de perder en su sistema. Veámoslo fuera de la religión. El altruismo, evolutivamente, implica que deben sacrificarse los intereses propios de un organismo en el nombre de una acción mayor, como la preservación de las crías. Está presente en insectos, reptiles, aves y hasta protistas, pero en los seres humanos tiene una multitud de razones que tienen poco que ver con la selección natural y más con nuestra definición de justicia.

No hace mucho un conocido compartió con unos colegas la (vieja) noticia sobre la pobreza extrema y la desnutrición infantil en mi país para invitarnos a «hacer algo». Poco antes de eso, muchos tuiteros indignados preguntaban por qué los millones de euros para la reconstrucción de Notre Dame no se invirtieron en los refugiados. Incluso cuando falleció Stan Lee no tardaron en llover los reclamos porque no había tributos cinematográficos para los niños bombardeados en Siria.

Las personas que hacen este tipo de comentarios amargados suelen decirte que no sabes la suerte que tienes: te sientas en tu casa con ropa limpia y comida caliente, perdiendo tu tiempo en redes sociales. Pero entonces les pregunto si pueden garantizarme que la gente a su alrededor está realmente tan bien como ellos creen. ¿Se habrán fijado en la chica que estaba llorando en la mesa del café? ¿Supieron que su amigo de la peda perdió a un ser querido? O bien, sin ponernos fatalistas: ¿cuándo fue la última vez que se tomaron cinco minutos de su tiempo para apoyar a un compañero que iba atrasado en el trabajo?

Imagino que es mucho más fácil golpearse el pecho por millones de desconocidos: hay suficientes cifras para restregarle en la cara a la gente que está hablando de cualquier otro tema y es un método infalible para destruir una conversación. Alguien tenía que decirlo: ponerte triste por la gente pobre y los niños muertos no te hace una mejor persona. Incluso puedes donarles todo tu salario y tus retuits: no habrá ninguna diferencia si no te sientas a entender que el dolor humano puede existir al lado tuyo. Y quizá deberías empezar a arreglar el mundo por ahí, sin selfies ni estadísticas.

Pienso que ser una buena persona no se trata de milagros ni martirios. El miedo y la vergüenza logran muy poco para que nos interesemos en los demás y aunque es seguro que jamás se acabarán la injusticia y odio entre las personas, talvez deberíamos aspirar a construir algo más sincero con nuestra vida. Después de todo, si consideras el plan para morirte virgen e incorrupta a los once años, es mucho más fácil ser santa que simplemente humana.

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