El anuncio del Premio Nobel de Economía hace que explote un sándwich cubano de emociones en mi cabeza.
Estoy en Miami a finales de la década de 1990. Curso mi primer año de doctorado en economía. En una de las clases de macroeconomía —dictada por un chef cinco estrellas de cálculo avanzado—, uno de mis compañeros levanta la mano para hacer una fastidiosa pregunta.
Yo lo miro con desgano. Qué pereza me causan sus pesadas preguntas. Y es que, en ese momento, yo aún no me enteraba de qué iba la crítica de Lucas ni cómo se comía una preferencia convexa. Lo mío era gozar la beca que me daba vida en un psicodélico estudio en Miami Beach y levantarme a cuanto gringo pudiese en Twist, el icónico bar gay en Washington Avenue. En la universidad mi meta era memorizarme hasta las pulgas del tablero para pasar los exámenes.
Con su aceitosa pesadez, mi compañero plantea que luego de casi un año de modelos aún no habíamos explorado cómo analizar datos. De hecho, en la temida clase de econometría —un suplicio que prometía combinar estadística y economía— solo habíamos memorizado fórmulas con signos extraterrestres y explorado probabilidades con una monedita de un centavo.
La respuesta del chef vino con su acostumbrada y pacífica sonrisa: «Lo mejor es que ni leas los periódicos. Ningún periodista entiende lo que nosotros hacemos. Creen que la economía es una cosa, pero es otra. Economía es lo que ven en este tablero. Si intentas verificar con datos la ley de demanda encontrarás resultados contradictorios. Los datos arruinan los modelos económicos». Y allí estoy yo, ansioso por pasar el examen, apuntando furiosamente todo lo que dice el chef para luego repetirlo como papagayo en el examen.
En mi segundo año de doctorado me meto en problemas con la universidad. Ahora tengo responsabilidades de enseñanza a primíparos. Sus caras de incredulidad ante lo que intento vender me hacen cuestionar las suposiciones de los modelos que me he memorizado y a abrir los periódicos. Y eso es lo que comienzo a enseñar a mis estudiantes: modelos económicos embarrados de realidad.
La universidad procedió a quitarme las responsabilidades de enseñanza y si volvía a hacer algo como eso me retirarían la beca (y mis noches en Twist). Eso llamó la atención de una profesora que recientemente había llegado a la universidad por amor. Enamorada de una profesora en otro departamento, las dos dividían sus vidas entre una universidad pública de la Florida y una universidad privada del norte de Estados Unidos. Meses después de llegar a la universidad, las peleas entre la profesora enamorada y el jefe de departamento —otro chef de matemática— ya se habían convertido en trending topic.
Desde cualquier esquina del departamento se podía escuchar a la profesora acusando al jefe de liderar un departamento estancado en los años setenta. Su argumento era simple: sin evidencia no hay análisis económico. El del jefe era contundente: «Aquí las cosas se hacen como yo diga». La profesora dejó de pegar gritos e hizo lo que cualquier persona marginada hace: crear su propia burbuja de un mundo mejor.
En los veranos invitaba (y pagaba) a un grupo de estudiantes para que trabajaran en su casa limpiando datos que la ayudaran en estudios empíricos. Yo, estoy seguro, fui invitado por mi acto de rebeldía, no por mis habilidades manejando datos (que en ese momento estaban a nivel picapiedra), menos por mis conocimientos de economía (aún no entendía ni quién era Lucas). Pero la oportunidad me hizo sentir la revolución de credibilidad que los tres ganadores del Premio Nobel de Economía de 2021 estaban liderando.
Desde la década de 1980 muchos economistas han intentado explorar los límites de una disciplina que pasó de ser altamente cualitativa para estancarse en la quimera de la formalización por medio de álgebra y cálculo. Como buena disciplina imperialista, un par de suposiciones, gráficas y fórmulas constituían una «ley» sin importar si existían los datos para falsificarla o verificarla.
En pocas palabras, la economía que enseñaban los chefs era una combinación de clase de matemáticas aplicada, sazonada con ideología y fe divina. Los grandes pensadores de la Universidad de Chicago que ayudaron a hundir a América Latina en la desigualdad que vivimos simplemente detestaban cualquier tipo de estudio empírico. Para ellos, la belleza del mercado no se manchaba con estadísticas.
Uno de los tres ganadores del Premio Nobel de Economía de 2021, David Card, cuenta haber perdido amigos economistas luego de publicar estudios que indicaban que el salario mínimo no afecta a la economía negativamente. Lo sintieron como una traición, nos cuenta Card, reflexionando sobre la secta religiosa de la que había escapado.
El uso de análisis de datos no resuelve muchos de los otros problemas de esta disciplina, comenzando por su obsesión con el individualismo metodológico; pero sin duda ha comenzado a destruir, poco a poco, el evangelio del libre mercado.
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