«Las mujeres solo tienen una labor en el deporte: coronar a los campeones con guirnaldas». Eso ni más ni menos dijo el barón Pierre de Coubertin, creador de los Juegos Olímpicos modernos. Y es que en Atenas, en 1896, no hubo atletas femeninas; y en las seis ediciones siguientes tuvieron un paso testimonial, donde participaron solamente en tenis y natación.
Fue hasta 1928, en Ámsterdam, cuando fueron aceptadas «oficialmente» y casi ocho años después, en el tristemente célebre Berlín 1936, una latinoamericana, la nadadora argentina Jeanette Campbell, fue la única mujer entre los 51 deportistas de esa comitiva.
Los porcentajes fueron variando —por suerte y por justicia— doce años después, en Londres 1948, donde representaron un 9%; en Múnich 1972, un 14%; y ahora, en Tokio 2020, un 48,8%. O sea que casi, casi estamos tablas.
El pebetero, esta vez, por primera vez, lo encendió una mujer: la tenista japonesa Naomi Osaka, que era la favorita, pero quedó eliminada muy pronto porque —como ella misma había advertido meses antes— estaba deprimida. La salud mental, tan frágil como importante, también le pasó factura a la gimnasta estadounidense Simone Biles, quien poco antes había encabezado una denuncia por abuso sexual por parte de los entrenadores. Además, la salud mental también afectó a su compatriota, la nadadora Katie Ledecky y a la velocista jamaiquina Shelly Ann: campeonas todas ellas. Merecedoras, sin lugar a duda, no solo de todos los aplausos y las medallas, sino del acceso a la salud integral que constituye un derecho inalienable para todas las personas del mundo.
Distinto pero igual de importante en la lucha cotidiana contra la misoginia fue la negativa de competir con trajes «sexualizados» (bikinis) de la selección noruega de balonmano (cuyo atrevimiento que le «costó» a cada jugadora de $177) y de las gimnastas alemanas que en lugar de un leotardo compitieron —como habían hecho antes en las eliminatorias— con un traje de cuerpo entero.
Mención aparte, sin duda, se merece la participación por primera vez en Juegos Olímpicos de la pesista neozelandesa Laurel Hubbard —primera atleta transgénero en participar en los juegos olímpicos— y las declaraciones de Cecilia Carranza sobre su lesbianismo. Ella, que en 2016 había ganado el oro, es argentina; país que desde el 2012 tiene una ley de Identidad de género absolutamente de avanzada; además de ser pioneros en el hemisferio sur de todo cuanto tiene que ver con los derechos de las personas LGTBIQ+.
Tristemente cierto, también, es el informe de la BBC que certifica que en 67 de los 205 países que participan de Tokio 2020 la homosexualidad está prohibida. Sin embargo, Tom Daley, el británico, después de haber ganado el oro en saltos sincronizados en trampolín, dijo: «Me siento increíblemente orgulloso de decir que soy gay y campeón olímpico. Cuando era más joven había algo en mí que me decía que nunca iba a ser tan bueno como lo que la sociedad quería que fuera. Espero que cualquier joven LGTBQ+ pueda ver que no importa lo solo que te sientas ahora, no lo estás; puedes conseguir cualquier cosa». A su lado, un chino y un ruso recibían sus medallas por haber quedado en segundo y tercer lugar, representando a países donde la «promoción» de la homosexualidad está penada.
En los países centroamericanos basta pensar en el futbol y en el rugby para saber que es mucho más lo que falta por conseguir, y para que la discriminación y el deporte dejen de estar «felizmente casados».
A ver, ¿cuántos nos imaginamos a uno de los mandatarios de la región aplaudiendo y poniendo de ejemplo para los jóvenes ticos, nicas, chapines, catrachos y cuzcatlecos a cualquier atleta que haya ganado el cuarto, quinto, noveno o primer lugar de su categoría en unos Juegos Olímpicos, y además haya declarado abiertamente que es parte de la comunidad sexualmente diversa?
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