Cuando era joven pocas cosas me alegraban tanto como leer y releer las novelas de la saga de Harry Potter. Lo disfrutaba aún más que las películas, que inevitablemente me decepcionaban por sus necesarios recortes y omisiones de la historia original. Y es que la historia, una trama detectivesca con maquillaje de fantasía, era una fuente inagotable de teorías y detalles a sobreanalizar con desconocidos en Internet.
Parte de la razón por la que me he alejado de la saga es la necedad de J. K. Rowling de utilizar su plataforma para mensajes políticos. Mi interés tenía más que ver con la mitología de los magos que con la exclusión trans o los insultos a Donald Trump. Pero no voy a mentir: mi entusiasmo revivió cuando supe que habría una continuación de la saga con una obra de teatro y una serie de películas. A la larga era un universo ficticio con potencial para ser nostálgicamente entretenido. Con ese optimismo pagué mi boleto para la primera entrega de Fantastic Beasts and Where to Find Them.
Es importante notar que la saga de Fantastic Beasts es una precuela que viene unos veinte años después de la publicación de Harry Potter and the Philosopher’s Stone. En esos veinte años el texto de la saga original ha sido ampliamente discutido y escrutado. Para muchas personas fue desagradable descubrir —o más bien caer en la cuenta de— que esta es una historia eminentemente blanca, eurocéntrica y heteronormada, como se esperaría de una autora cuyo origen es también blanco, eurocéntrico y heterosexual. Esa crítica es bastante ignorante, pero es lo que pasa cuando la gente juzga el pasado con las exigencias del presente. Aun así los valores del siglo XXI necesitaban una cabida en la nueva saga para garantizar que fuese lo suficientemente relevante y atractiva para venderle boletos a la Generación Z y a los Millennials deconstruidos.
Así que unamos una historia noventera claramente influenciada por las condiciones de su autora europea con una audiencia cada vez más exigente en materia de inclusividad y diversidad, y agreguemos una pizca de interés comercial: el resultado fue catastrófico.
No solo surgieron tropos desafortunados como la mujer-serpiente que sirve de mascota a Lord Voldemort. También llovieron las críticas por la disimulada homosexualidad de uno de los personajes, convenientemente removible para los mercados de Rusia y China. Y claro, la insistencia de la saga por relacionarse con la historia del siglo XX terminó antagonizando al mago que quiere evitar la Segunda Guerra Mundial y los bombardeos nucleares, confundiendo a la audiencia sobre la gravedad de sus presuntos crímenes.
Parte del error en estas producciones radica en la postura de J. K. Rowling como guionista. Ella satura las escenas con diálogos expositorios que están estructurados para la experiencia del lector, no del espectador. La segunda entrega Fantastic Beasts: The Crimes of Grindelwald prometía una gran revelación que invitaba a la audiencia a «proteger el secreto», pero la trama resultó tan rebuscada y confusa que nadie tuvo tiempo ni ganas de salvarse de los spoilers.
Peor aún: Fantastic Beasts no termina de comprender si es un thriller político, un drama familiar, una comedia de acción, una historia de fantasía o una épica. Es muy obvio que esta saga fue lanzada sin la cuidadosa planificación que tuvo su antecesora: descartando una historia bien narrada y desarrollada en favor de una serie de momentos emocionantes y personajes juguéticos.
Y con eso llegamos a esta última entrega: Fantastic Beasts: The Secrets of Dumbledore. Con la tercera interacción del villano Grindelwald (antes interpretado por Johnny Depp y Colin Farrell), la película intenta representar un grave conflicto que marcará ese universo para siempre. Y a pesar de algunas ingeniosas tomas de magia y criaturas exóticas no deja de ser una confusa y predecible maroma que desperdicia el talento de su muy diverso y talentoso elenco.
Cada vez es menos cautivadora la atmósfera de fantasía cuando se rodea de mensajes trillados y metáforas rotas. Mucho se ha hablado sobre la superioridad del universo de J. R. R. Tolkien comparado con el de Rowling. Aunque sé que la comparación es bastante injusta, voy a admitir una cosa: Tolkien, que visceralmente detestaba la alegoría, jamás trató de darle una postura política o social a sus personajes. Y quizá es ahí donde se termina la magia: justo donde empieza la doctrina.
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