«Es que en pandemia la calle se ha puesto dura; y una, ¿qué hace sino jugársela?», dice Celina y sigue, porque tiene tanta necesidad de hablar que le da lo mismo quién la escuche. «Si antes la esquina era casi la única opción para una, ahora ni eso. Igual hay que ir, maquillarse, ponerse bien guapa, pellejearla porque quedándose en la casa igual se muere una, así sea de hambre». Celina se ríe por costumbre y porque las mujeres trans no son de hacer mucho drama. Han aprendido, a la fuerza, a llevar palo con humor.
Además, conseguir reconocerse y sentirse orgullosa de la imagen que nos devuelve el espejo es motivo de festejo para cualquiera. Por eso a Celina le sobran razones para reírse; pero, además, en el hospital, le recomendaron no llorar. Es que hace un par de semanas, en alguna de las calles de San José Centro, en Costa Rica, cuatro hombres la rodearon, la arrinconaron a patadas y puñetazos, le exigieron que les diera el teléfono, la botellita de guaro que ya llevaba por la mitad, los 3 mil colones que tenía. Con el botín en mano, cuando ella todavía no se había puesto en pie, uno de los asaltantes le cruzó la cara con un puñal y se lo dejó clavado en el ojo.
Después de eso ella recuerda poco. Cree que se desmayó por la impresión más que por el dolor. Sabe que fueron las chavalas que trabajan dos cuadras más abajo —y que en general no suelen ser muy amables— las que la llevaron al hospital y la dejaron en la puerta de emergencias. No tenía ni cartera, ni billetera, pero eso no hubiera hecho mucha diferencia. Aunque Celina lleva quince largos años de vivir en Costa Rica y de no haber vuelto a El Salvador, de no ver ni saber de su familia, tampoco tiene documentos. A estas alturas ninguno, de ningún país.
«Nadie es ilegal», dicen los carteles bien intencionados de la ACNUR y la OIM, pero ella no tiene cómo probarlo. Tres horas pasó sentada en una silla y para sacarle el puñal tuvieron que hacerle una resonancia magnética. Por si acaso, los médicos recomendaron hisopearla (no fuera a tener COVID) y, ya que estaba pa’ aprovechar, hacerle una prueba de VIH e ITS (eso es de rigor para las mujeres trans que visitan un centro médico, aun si muestran los resultados de un testeo hecho hace menos de tres meses).
Un partido de futbol con todo y tiempos extra hubiera podido ver Celina mientras tanto, pero cuenta que el miedo y la sangre la tenían ciega y atontada. «Más bien, digo yo, que algo de suerte tuve porque fuera del ojo me quedó una cicatriz pequeña. Entonces ya cuando esté curada, pues me peino de ciertas maneras y ya no se me echa de ver así tanto, porque a las mujeres trans nos discriminan y los tullidos traen mala suerte, así que imagínese».
Ella habla en serio pero la verdad de su historia es mucho más elocuente: en Costa Rica la esperanza de vida de las mujeres trans es casi diez años mayor que en el resto de los países de Centroamérica; la OC24/17 hizo que desde el 13 de mayo de 2018 se respetara, en los documentos, la identidad de género. Incluso las migrantes que provengan de países que no sean parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos pueden encontrar ayuda en asociaciones que ofrecen la posibilidad de retomar estudios de primaria y secundaria para quienes los hayan abandonado en la infancia o la adolescencia; además de condones, atención psicológica y asesoría legal, entre otros servicios.
Pero sigue siendo mucho más lo que les debe el Estado: las campañas de odio providas, digo, promovidas desde ciertos sectores seculares; las zancadillas cotidianas a su dignidad; la discriminación dentro de grupos feministas y LGB…
La pandemia de COVID-19 acrecentó la pobreza y el desempleo para toda la población; resquebrajó la salud mental, puso en pausa la vida cotidiana y los sueños, obligó a quedarse en casa hasta a los habitantes de calle. Pero, además, a las mujeres trans las acorraló ya no contra la esquina, sino más abajo. La policía dejó de circular con la misma frecuencia por la noche y muchas veces, para evitar que algún cliente burlara la restricción vehicular, se las llevaban a ellas a dormir a alguna celda.
Onlyfans y otras plataformas virtuales las hizo vulnerables a estafas de “clientes” que les enviaban recibos de depósitos bancarios falsos y a agresiones porque sus fotos y videos comenzaron a circular libremente por las redes sociales. Además se volvieron vulnerables ante los clientes de comercio sexual a los que cuesta convencer de usar condón, no se diga pedirles mascarilla y demás.
Quisiera que la historia de Celina tuviera final feliz y no solo la de ella. Por ahora la abrazo, me río porque me alegra que esté viva y conserve el buen humor y escribo su historia. Tan distinta y parecida es a la de tantas mujeres (trans y cis) a quienes como ella, en los últimos meses, cuidar la salud casi les cuesta la vida.
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