Quito es una ciudad impredecible y temperamental. En un momento hace un gran sol y de pronto se deja caer un chubasco como lágrimas que tirotean los tristes tejados de zinc que abundan en la ciudad. Había salido decidido a comprar un boleto para las Galápagos y me encontraba caminando en la Avenida Amazonas en busca de una agencia de viajes, donde me ofrecieran un buen precio. Había visto ya antes otras ofertas, pero en realidad te sacaban los ojos de la cara. De cualquier manera, desde que había salido de Guatemala iba decidido. No sabía si algún día volvería a visitar Ecuador, así que tenía que aprovechar al máximos los días, y qué mejor hacerlo que visitando aquellas islas legendarias que tanto llamaban mi atención.
Después de tanto buscar, encontré una agencia atendida por un hombre alto, enjuto de carnes y ya bastante entrado en años. Al parecer era un europeo residente en Quito. Ese día era domingo y no encontraría nada más abierto. Por suerte los precios no eran tan elevados, porque solo incluía los precios del avión. El miedo natural a lo desconocido me hizo preguntar sobre alojamientos y precios de comidas, sobre el acceso a los sitios de interés y otros aspectos básicos, pues tampoco quería regresar de las ínsulas con una mano atrás y otra adelante. Pero pronto me convenció de que no tendría ningún problema en encontrar lugares cómodos, limpios y baratos. Lo malo era que era ya mediodía y cerraría a las dos de la tarde. Como era de esperar, no llevaba mucho dinero encima, porque según me habían dicho, era muy peligroso en esa ciudad.
Como si el hado estuviera en mi contra, cuando salí, comenzó a caer el fuerte aguacero, pero no me importó mojarme. Si no regresaba por el dinero al modesto hotel en el que me encontraba en el barrio de San Blas, al frente del casco antiguo, perdería la oportunidad, quizá para siempre, de conocer el piélago. Logré estar de vuelta a unos 15 minutos antes de que cerraran y salí feliz con mi tiquete por AeroGal.
Día primero
Al otro día, desde muy temprano, me presenté al aeropuerto y sin tanto trámite me vi sentado en pocos momentos frente a la escotilla desde donde podría contemplar la extensa llanura marina durante las dos horas y media que duraría el vuelo sobre el imponente océano Pacífico. Afortunadamente, entre todos los vuelos, los matutinos son los que más me relajan. Así que mientras el avión comía millas, dejaba escapar una sonrisa de satisfacción tan solo con pensar que en pocos momentos estaría tan lejos de todo.
Las islas Galápagos se han ganado una fama legendaria precisamente porque su situación apartada propició formas de vida inigualables a las de otros ecosistemas del planeta. Como leí después en un artículo de la National Geographic, son verdaderos laboratorios biológicos. Hasta antes de conocerla, su extraña fama traía a mi memoria no solo las expediciones científicas del Beagle, sino relatos maravillosos de islas perdidas en el océano abierto, como las de Robinson Crusoe, los relatos de Marco Polo o la célebre narración de La isla del tesoro. En fin, parecía que en aquel viaje se harían realidad muchas imágenes de parajes inexplorados de las que disfruté en muchas de mis lecturas de adolescente.
Poco antes de llegar, un extraño ruido me puso la piel de gallina. Un humo blancuzco que me recordó el hielo seco usado en espectáculos teatrales comenzó a salir por debajo de los compartimentos donde se guardan los equipajes de mano. Pero decidí no comer ansias antes de tiempo, puesto que el semblante de los pasajeros seguía sin alterarse ni siquiera un ápice. Pronto me enteré a qué se debía todo aquel alboroto: sucede que como íbamos llegando, el avión se tenía que esterilizar con todo y pasajeros adentro. Eso fue lo que comentó el capitán del vuelo desde la cabina, y tenía lógica, pues en las islas prestan mucho cuidado en dejar entrar especies, por muy pequeñas que sean, que puedan desplazar a las especies endémicas de la región. Nuevas especies, como otras que ya existen en ese lugar, podrían producir cambios drásticos en la cadena alimenticia. Incluso, especies microscópicas podrían causar daños significativos en la conservación de estos inmensos museos de historia natural. Los únicos bichos que no podían exterminar eran a la plaga de turistas que llegaban a diario para conocer las maravillas de esos parajes casi prehistóricos.
A nuestro arribo al aeropuerto de Seymour, en la diminuta Isla de Baltra, el tiempo era esplendoroso. Un sol radiante relumbraba a lo largo de la pista asfaltada, reflejando destellos dorados como si fueran afiladas navajas que lastimaban las pupilas. Era ya casi mediodía y más allá del aeropuerto, la ínfima isla no era más que una planicie árida y desolada, con algunos morros pequeños que parecían flotar de manera plácida en el mar. La poca animación estaba en el edificio del aeropuerto, una construcción ecológica sin paredes y con techo de bajareque o algo que se le parecía mucho. Eso sí, muy bien cuidado y barnizado, apropiado para los calores tórridos del lugar. La elevada altura de Quito me había hecho olvidar que estaba en pleno trópico, demasiado cerca de la línea ecuatorial.
Sin embargo, la bienvenida fue muy cálida, extraño para ser un aeropuerto, donde suelen deambular policía de migración mal encarados, como si a propósito tuvieran una vida sexual llena de frustraciones para llevarlas a su empleos. Aquí no, la policía ecuatoriana, que además tenía una gran responsabilidad ecológica a su cargo, lo recibía a uno con una sonrisa abierta y sincera que te hacía sentir como en casa.
Sin saber hacia dónde conducirme, me subí en la primera pulman que encontré fuera del aeropuerto, puesto que me pareció que no era de uso exclusivo de algún grupo de turistas. Fue en un abrir y cerrar de ojos que el cielo se nubló y casi de inmediato comenzó una lluvia intermitente. La pulman hizo un cómo recorrido de unos diez minutos hasta que nos dejó en el canal de Itabaca. Fue ese el momento en que la lluvia arreció con todas las fuerzas de la que es capaz la naturaleza indómita. Como pude baje mi gran maleta de los compartimientos inferiores de la pulman no sin darme una empapada que me dejó estilando el rostro y las ropas.
Al principio, el muelle estaba repleto de gente gracias a la oleada de turistas que habíamos llegado. Pero poco a poco se fue quedando desolado porque se iban en barcazas privadas que los iban a recoger familiares, amigos. Al final, quedamos muy pocos en el muelle y la lluvia atronaba cada vez más. Pronto me informé que el ferry público llegaba cada cuarenta y cinco minutos, así que tenía que ser paciente.
El peso que llevaba en equipaje impidió que subiera con agilidad al transbordador cuando llegó. Tuve que conformarme con irme parado en una orilla cercana a la quilla de aquel transporte muy parecido a las barcas que había visto surcar el río Amazonas desde la televisión. Aunque para mí era muy incómodo mojarme, prefería hacerlo antes de dejar que se mojara mi maleta, así que durante el corto trayecto me fui abrazando la maleta mientras la lluvia me azotaba por la espalda. Afortunadamente, cuando anclamos en la otra orilla, en la entrada a la isla de Santa Cruz, ya casi había escampado. De ahí, me tocó tomar otro bus colectivo que me llevaría, en medio de esa jungla extraña, hasta la población principal de la isla, ubicada al otro lado. Era un recorrido de 42 kilómetros adentro de aquel bus repleto de gente, sin aire acondicionado y con la molestia de llevar la ropa empapada, que aguanté con paciencia estoica, porque era mayor la emoción de saberme perdido en aquella isla lejana. Sin embargo, sonreía dentro del bus mientras pensaba que solo a mí me podían pasar esas aventuras a lo Indiana Jones, en un lugar tan lejano a mi casa y completamente solo.
Aunque la carretera era demasiado sencilla y tenía algunos maltrechos de terracería, el viaje no resultó tan desagradable. El calor había amainado gracias a la lluvia y el cielo estaba cubierto por espesos nubarrones grises que me indicaba que las condiciones tal vez no mejorarían. El paisaje era desolado, pero no aquella desolación que te causa soledad, sino más bien la admiración que despierta la selva virgen. A veces se dejaban ver algunas casitas de arcilla campestres bastante sencillas, donde habitaban los lugareños, por lo general, personas humildes que llevaban una plácida vida entre el bosque tropical. Había parajes pelados, desprovistos de vegetación, y otros muy tupidos. La vegetación era muy rara. En algunos casos pensé que era sacada de un parque cenozoico, principalmente por esos raros cactus que se me antojaban gigantes y que abundaban en aquel lugar.
Una hora y media después entraba a Puerto Ayora, un poblado bastante pequeño que servía de capital para aquella isla, que era la segunda en tamaño de todo el archipiélago. A tientas y calculando, me bajé en una callejuela, con el presentimiento de que estaba ya cerca del centro. Y mi intuición de viajero no me falló. Estaba a unas cuatro cuadras de la calle principal, una avenida que corría paralela al mar. Esta bahía de nombre respetable y enciclopédico –Bahía de la Academia, ostentoso nombre que sin duda recibía por la estación de Charles Darwin- protegía la pequeña ciudad de los embates marinos.
Logré quedarme en un modesto hotel donde me cobraban 15 dólares la noche. Bueno, modesto es un decir, porque tenía todas las comodidades: una habitación amplia con una hermosa vista a Lontananza, baño privado, cama cómoda, buena iluminación natural y eléctrica y mucha privacidad. Aunque no tenía aire acondicionado, los dos ventiladores generaban una deliciosa brisa que para mí era suficiente. Además, la televisión ni se echaba de menos, porque no pretendía quedarme encerrado. Para compañía de las noches, llevaba suficientes libros cuyas historias me adormecerían en aquel paraíso, rodeado de sonidos naturales.
Lo primero que hice fue quitarme la ropa empapada y darme un baño reconfortante. Luego, con ropas más ligeras, a pesar de que seguía la amenaza de lluvia, decidí salir a caminar. Bajé a la calle principal y me detuve un rato a contemplar los muelles repletos de caletas pintorescas.
Se notaba que era una población tranquila. La callecita estaba rodeada de cafés y restaurantes que prometían unos deliciosos menús, a pesar de que quizá no prometían una vida nocturna muy agitada, pero era placentero alejarse del bullicio citadino y descansar en aquellos remansos. Caminando, caminando por la avenida, mi olfato y la señalización me fue llevando a la Estación Charles Darwin. El poblado se había quedado atrás. Uno podía entrar con libertad a la Estación. Varios grupos de turistas caminaban dispersos por los senderos que se bifurcaban cual si fuesen tentáculos arácnidos. Era posible ver una que otra iguana marina que se iba atravesando el camino. A pesar de su apariencia diabólica y su color de carbón, estos dragones en miniatura me parecieron bastante mansos.
Aunque el edificio del instituto estaba cerrado, uno podía pasear libremente por los reservorios y observar las tortugas gigantes apareándose. En cada reservorio era fácil distinguir a la tortuga alfa, pues su tamaño era considerablemente mayor que el de las tortugas hembras. Conforme me fui internando llegue hasta donde estaba el Solitario George. Nunca imaginé conocer a ese hermoso y vetusto animal pocos meses antes de su muerte. Para entonces, no sabía el por qué del epíteto, pero fue al día siguiente, en el tour que tomé por otros lugares de la isla, que me enteré de eso: a George lo mantenían solitario precisamente porque era el último de su especie, y al ser de una especie distinta, no puede aparearse con miembros de otra especie. Al parecer, según recuerdo, me contaron que fue encontrado en la isla de Pinta, y de ahí trasladado a la Estación. Puede que haya otros ejemplares de esa especie, como suele suceder en el archipiélago, donde cada día se conocen nuevas especies, pero hasta ese momento, no se había encontrado otro sujeto de su misma especie. Por eso, su muerte, ocasionada por un infarto, algunos meses después significó una gran pérdida. Pienso que murió relativamente joven, pues andaba por los 110 años y, según me enteré más adelante, podían llegar hasta los 250 años.
De regreso, no pude evitar comprar en una tienda una enciclopedia con hermosas ilustraciones sobre las especies animales y vegetales de las islas. En realidad estaba emocionado y conmovido por tanta belleza, con ánimos de contarle a todo mundo lo poco que había visto ya en aquel mi primer día. Cuando llegué al pueblo, me metí en el primer café internet que encontré para narrar de manera sintetizada mi primera aventura. Aunque fue lamentable, porque el servicio estaba bastante lento, aunque eso se debía, más que todo, a la situación del lugar.
Gracias al dinero que había ahorrado, me di el lujo de comer en un restaurante bonito por la noche. Mientras engullía unos deliciosos mariscos y me tomaba un mojito, me dejaba mecer por los sonidos del mar y los aullidos de los leones marinos en celo que parecían gritos espeluznantes en la noche apenas iluminada por el rayo que rasgaba el cielo. Un hermoso pelícano de hermoso güegüecho y pico alargado se posó cerca de mi mesa mientras movía graciosamente las alas. Aquello que estaba viviendo en ese momento era uno de los momentos más felices de mi existencia.
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