En el Museo Memoria y Tolerancia de México, abierto en el 2010, entre todos los vestigios de los horrores de los que ha sido capaz la humanidad, se encuentra un vagón traído de Alemania en el que se trasportaban a judíos europeos hacia los campos de concentración. Lo más impactante al observarlo desde afuera y desde adentro (está dispuesto de una forma en que el espectador puede atraversarlo en su recorrido por la primera sala dedicada al Holocusto) es cómo los visitantes más jóvenes se toman fotografías con sus teléfonos móviles y con la frivolidad de una sonrisa de oreja a oreja, seguramente, para publicarla en alguna red social.
Quizá la historia (universal y local) merece más respeto, o al menos un silencio profundo si no se comprenden sus causas y consecuencias en la vida del siglo XXI. En muchos países ha sido constante la reticiencia a reconocer y asumir una historia ignominiosa, un pasado lleno de vacíos o un árbol genealógico enrevesado y confuso.
La historia y la identidad son parte de un todo indivisible que les da unidad y coherencia a las estructuras sociales. Ahora bien, la identidad es la conciencia que tiene una persona de ser ella misma y distinta a las demás, es también el conjunto de rasgos propios de un individuo o de una colectividad que los caracterizan frente a los demás. Si se piensa en españoles, en británicos, en alemanes, en brasileños o argentinos, a la mente se nos viene alguna generalidad (a veces mal aprendida) que los identifica y los resalta del resto haciéndolos únicos.
Es sobre esto que habla el escritor guatemalteco Eduardo Halfon en su más reciente libro publicado, Monasterio, una novela corta en primera persona que se mece entre circunstancias, pasadas y actuales, tan diametrales como filosóficas para reflexionar sobre pertenencia e identidad, sobre cómo se construye el ser, con todas las aristas de su historia, inclusive de silencios, omisiones y olvidos.
La vida de Halfon es en sí un enorme puzle. Tuvo un abuelo polaco que renegó de su idioma y sus raíces cuando logró salir de su país y se refugió el resto de su vida en Guatemala, después de haber estado en varios campos de concentración. El otro abuelo de Halfon era libanés… y sus padres decidieron mudarse a Estados Unidos cuando él tan solo tenía diez años. Hagamos cuentas y analicemos el impacto de esas movilizaciones humanas para fragmentar un origen.
Encontrar y reconcer las piezas que intervienen y completan el ser es una tarea ardua, sobre todo si hay motivos trascendentales para dividir y/o esconder la historia. Así como habla de identidad, Halfon también habla de globalización y cómo se dificulta saber quién es uno mismo y el otro en esta era en la que, por ejemplo, un guatemalteco se casa con una suiza y la hija de ambos trae predeterminado en forma inherente el aprendizaje del suizo alemán como lengua materna, el español como lengua paterna, y el francés y el inglés como lenguas francas.
Ahora bien, esta reflexión en Monasterio va un poco más allá. Presenta preguntas trascendentales para no juzgar a la ligera el que alguien reniegue de sus orígenes o pretenda de una vez por todas encontrarlos. Después de esta lectura se puede trasladar al plano nacional la discusión sobre lo que significa renegar o buscar las raíces guatemaltecas en una sociedad con una identidad tan fragmentada como la nuestra.
Para un guatemalteco promedio siempre será difícil preguntarse con qué se siente identificado y por qué. Nuestra naturaleza es multicultural por origen y colonizada por diferentes circunstancias y países. A ello hay que agregar una historia política y económicamente manipulada que tergiversa la coherencia del ser. Un guatemalteco con estudios universitarios puede no conocer ni interesarse por la historia de su país, pues ya de por sí no existen conexiones que él pueda entender, interpretar ni relacionar con su propia realidad y circunstancias. Ha crecido aislado de su historia y ha creado una identidad que no reconoce al otro.
Halfon consigue resaltar con ejemplos macroscópicos la fragmentación de la identidad. El holocausto judío dejó secuelas para muchos en muchos países del mundo. El Museo Memoria y Tolerancia dedica también una sala a Guatemala en relación con lo que sucedió en el conflicto armado interno, que sin duda ha dejado secuelas para muchos. En Guatemala, el Instituto Internacional de Aprendizaje para la Reconciliación Social (IIARS) apoyó el concepto desarrollado por el Centro de Investigaciones Regionales de Mesoamérica (CIRMA) en la exposición ¿Por qué estamos como estamos?, una iniciativa que “pretende contribuir a la difusión, la apropiación y la construcción de nuevas ideas y prácticas sociales respecto de las relaciones interétnicas, el racismo y la discriminación, entre niños, jóvenes, maestros/as y otros actores clave”.
En Monasterio, Halfon narra que antes de que su abuelo muriera le entrega un papel en el que ha escrito su antigua dirección en Polonia, lugar al que siempre le prohibió ir:
“Yo recibí ese papel amarillo de su mano trémula y lo doblé en dos y supe de inmediato que mi abuelo me había dado mucho más que un pequeño y arrugado papel amarillo (…) en esos últimos garabatos de su puño y letra que yo ahora -de pie en el aeropuesto de Varsovia- aferraba como un talismán, estaban los ejes de la historia de mi abuelo, una historia que, de algún modo, también era la mía. Al final, nuestra historia es nuestro único patrimonio”.
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¿Quién es Diana Vásquez Reyna?
Me intriga mucho leer nuevamente a Halfon, no porque guste de su estilo, sino para seguir la huella de su evolución en la narrativa contemporánea guatemalteca. Gracias Diana por el aporte.