Llevamos un poco menos de una semana de juegos olímpicos, y sin embargo, en Panamá se habla de poco más que esto. Es el tema de rigor en las mañanas durante el cafecito, al mediodía durante el almuerzo y en la tarde mientras nos tomamos unas cervezas con los amigos.
¡Es tiempo de olimpiadas! Los problemas están en pausa. Los políticos hacen su trabajo o no lo hacen, pero nadie les presta atención. La Feria del Libro se inaugura la próxima semana, pero no importa ni su horario ni qué propuestas literarias se van a presentar. Hasta la pelea por la educación sexual parece haberse puesto en pausa. El deporte lo opaca todo.
No es una sorpresa. Por lo general en América Latina el deporte es rey absoluto. ¿Por qué ponemos tanta atención a algo que en el fondo puede ser considerado superfluo? ¿Por qué seguimos a los atletas, sintonizamos las competencias en la televisión y nos emocionamos al verlos ganar?
Probablemente sea porque nos gustan las historias de superación. Así como leemos un libro o vemos una película, el deporte está lleno de historias de atletas que fallaron una y otra vez y siguieron intentando. No hay mejor historia de superación que una de la vida real y no hay nada más inspirador que verlo suceder en vivo.
Tal vez el nacionalismo nos pega cuando vemos a alguien compitiendo, en la disciplina que sea, con los colores de nuestro país. Después de todo, vivimos en un mundo donde el nacionalismo, exagerado o no, es aplaudido, alentado. Todo el mundo es igual, pero nuestro país debería importarnos más que los otros.
O quizás en el fondo se trata de algo más sencillo. A lo mejor es el hecho de que los deportes, sea cual sean, nos permiten, por un momento al menos, olvidar la realidad en la que vivimos y celebrar los triunfos de un grupo de extraños que se esfuerzan, ganan, pierden, ríen, lloran y que, a fin cuentas, no tienen nada que ver con nuestro día a día. Las olimpiadas son el escapismo en su máxima expresión.
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¿Quién es Lissete E. Lanuza Sáenz?