«Toda la tierra se alegra», canta José Luis Perales, canción que por alguna razón no he podido sacarme de la cabeza; «y se entristece la mar», sentencia. Debe ser que en sus tiempos la Navidad duraba menos.
En estos días la Navidad comienza en octubre. No trae cuenta eso de que se celebre solo en diciembre porque los negocios venden menos y las decoraciones no valdrían la pena. Es mejor comenzar temprano. Hace dos semanas vi mi primer arbolito, alumbrado y todo. Recién ahora están comenzando a aparecer las banderas.
Para mis amigos centroamericanos, explico: en Panamá, noviembre es considerado el mes de la patria por la multitud de fechas patrióticas que celebramos, no solo la de independencia de España sino la separación de Colombia. Es común caminar por las calles en este mes y ver banderas por todos lados. O al menos antes era común. Ahora hay arbolitos y música de Navidad.
Pensaran que exagero, pero hay una tienda aproximadamente a cincuenta metros de mi casa que todos los fines de semana sienta en su puerta a un pobre individuo vestido de Santa Claus —¡con el calor de Panamá!— con un pequeño órgano que toca canciones de Navidad. Doce horas de canciones de Navidad en octubre. ¿Se imaginan algo peor?
Si se lo imaginan, por favor no me lo cuenten. Ni lo digan en alto. No vaya a ser que el año que viene alguien les copie la idea.
A mí me gusta la Navidad —o me gustaba cuando no trataban de hacérmela tragar por tres meses— pero hasta mi buen humor y yo tenemos un límite. La música y los arbolitos a mitad de octubre lo sobrepasan.
Diciembre es un tiempo mágico, lo admito. La Navidad lo llena a uno de buenas intenciones, buenos deseos. Querer prolongar la buena voluntad es comprensible, casi loable. Y sí, deberíamos celebrar, pero cada cosa a su momento. No nos dejemos llevar por la parte comercial de una fiesta que debe ser sobre mucho más. Especialmente no en octubre.
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¿Quién es Lissete E. Lanuza Sáenz?