No existe nada más liberador que ir a un centro comercial y ver cuántas cosas no necesito. Hoy en día vivimos en una sociedad sumergida en el consumo desproporcionado. La necesidad inmoderada por adquirir, gastar y consumir bienes no siempre necesarios se ha vuelto incontrolable. Accedemos a empleos que odiamos para comprar cosas que no necesitamos. Vivimos en una sociedad de excesos, atrapados por una economía de engaño.
En esta era de consumo es común la necesidad desesperada de pertenecer a grupos exclusivos y de ser aceptados por una sociedad de apariencias que te juzga según tus bienes materiales. La sentencia «vales por lo que tienes» contiene implícita una idea errónea de bienestar y proviene de los estados con desarrollo productivo capitalista en los que el consumo masivo de bienes y servicios es consecuencia de una sobreproducción y una amplia oferta. Para quienes vivimos en esta era pareciera que el único objetivo de trabajar y vivir es hacer dinero para comprar algo nuevo por el simple placer momentáneo, y cada vez se le da menos importancia las experiencias y momentos de valor real.
Hace algunos años, mientras volaba de México a Washington, en una de esas aburridas revistas de avión, encontré un artículo titulado más o menos así: «Que es la felicidad y cómo medirla». Se les preguntó a varias personas acerca de las cosas que los habían hecho felices y todos coincidían en que la felicidad estaba ligada al recuerdo de momentos especiales: una fiesta, un viaje, una cena en familia, unas vacaciones, etcétera; y no de cosas materiales o posesiones adquiridas. La nota concluía que la felicidad está estrechamente conectada con los acontecimientos especiales y no con la compra de objetos. Sin embargo, en esta sociedad de consumo se nos vende algo diferente: si no es material, si no se puede tocar, es como si no existiera.
«Gastamos dinero que no tenemos en cosas que no necesitamos para impresionar a gente a la que no le importamos», leí en alguna parte. Comprar más y más cosas nos da una falsa seguridad y una felicidad pasajera. Ya no basta reír, soñar, cantar, dormir o llorar. Ya no bastan la familia, los amigos o disfrutar de la soledad. En el siglo XXI la realidad común se empeña en ser una sola: sin consumo desmedido, no hay felicidad. El éxito de una persona ahora se mide a partir de su capacidad comprar y no de amar. Amar te hace vulnerable, mientras que comprar te empodera.
Al parecer, comprar más y más cosas que nos satisfagan el momento es suficiente para ser felices en una sociedad vacía que no tiene remedio.
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