Aguacates para cenar en España


Uriel Quesada_ Casi literalDespués de una larga ausencia, finalmente pude regresar a España. Este fue, además, un viaje sin agenda. Mi único plan era ver a cuanta gente querida fuera posible, una urgencia para mí legítima porque el tiempo y los eventos nos sobrepasan y no hay mejor momento que el aquí y el ahora.

Pasé por Valencia y Zaragoza. Y finalmente, como en la canción de Joaquín Sabina, naufragué en Madrid. Entre a quienes visité estaba este muchacho que en 1986 tenía apenas 22 años mientras yo era todo un señor de 24. Desde entonces nos hemos visto unas cinco veces, siempre en Zaragoza, su ciudad natal, en su territorio. En cada encuentro salimos a tapear, nos ponemos al día con la vida y a veces hasta recordamos anécdotas de aquella ya remota estadía de seis meses, cuando yo era estudiante de estadística y, por esas casualidades de la vida, había conseguido una práctica profesional en la Universidad de Zaragoza. El propósito original era colaborar con un estudio demográfico sobre la migración de trabajadores del campo, pero el proyecto nunca arrancó y terminé en un centro de documentación (es decir, en un cuartito lleno de reportes estadísticos de toda índole). Fue ahí donde mi amigo y yo nos conocimos.

Luego la vida se nos vino encima. Él se casó, tuvo familia y se divorció. Yo regresé a Costa Rica jurándome que volvería a España para convertirme en escritor. En mi intento por llegar encallé en Las Cruces, muy cerca de la frontera entre México y Estados Unidos, y España se alejó para siempre.

Se dice que los amigos verdaderos continúan una conversación interrumpida cada vez que se reencuentran. Dudo que sea así. En realidad, se da una negociación gentil, basada en la confianza y también en las expectativas. Una manera de sentir los efectos del paso del tiempo y de la distancia es, precisamente, hablar con esas personas a las que no hemos visto en años, y de quienes conservamos una imagen idealizada. Nos analizamos con detenimiento, pensamos sin querer qué tanto nos parecemos a quienes fuimos. Descubrimos que algunos rasgos físicos y de personalidad se mantienen, ahora cubiertos por capas de experiencia, decepciones, triunfos y rutinas. Ante vos se presenta un extraño al que creés reconocer y ese extraño es, al mismo tiempo, un espejo.

Mi amigo insistió en ir a la calle donde malviví hace cuatro décadas casi. Ya no estaban la miserable pensión donde me hospedé ni la vieja avara que la regentaba. Los bares eran otros, pero había un aire familiar que no despertó mi nostalgia.

De vuelta en su apartamento, mi amigo trajo una cesta llena de frutas. De ella sacó dos hermosos aguacates y dijo: «Los compré para ti porque sé que a ustedes, los sudamericanos, les encantan». Yo sonreí a pesar del cliché. Escogí el aguacate más maduro y le expliqué cómo diferenciarlo de uno todavía verde. Luego de una pausa me preguntó cómo podía pelarlo. «No, querido, estos no se pelan», le respondí. Entonces nos sentamos a la mesa a compartir el rito de cortar y servir el aguacate. Y en ese momento, su intento de complacerme y hacerme sentir en casa finalmente cristalizó. Al verlo comer esa fruta, para él desconocida, comprada especialmente para mí, me sentí querido y feliz.

Mi amigo nunca cruzará el Atlántico y no sé predecir cuándo será mi siguiente visita a España. Aunque no lo digamos, nuestros encuentros siempre tienen un aire a última vez y lo aceptamos con alegría, sin drama, agradecidos por lo que la vida nos ha traído.

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