Decidí escribir sobre un problema muy grave. Un problema que nos acecha y que es cada vez más apremiante, pero cuyos responsables —que están entre los más poderosos del planeta— no han querido detener. Algunos y algunas especialistas dicen que incluso hemos llegado a un punto sin vuelta atrás: me refiero al calentamiento global.
Creo que los científicos han sido poco valientes, pues no han dado ninguna alarma real al mundo. Los océanos están guardando el 93,5 por ciento del calor del calentamiento global sin convertirlo en temperatura más que una parte ínfima. En efecto, calor y temperatura no son lo mismo. El calor se mide en Joules y la temperatura en grados Celsius. Y ya con ese pequeño aumento de temperatura —alrededor de 1,3 grados Celsius— hay muchas más tormentas tropicales, huracanes y ciclones.
Pero lo que los científicos sí saben es que cuando los océanos empiecen a convertir su calor en temperatura de forma constante, el proceso será exponencial. Nada ni nadie podrá detenerlo. Y como los océanos lo transmitirán al aire, este se volverá ardiente. Y nada ni nadie podrá respirarlo.
Pero hay un riesgo más cercano en el tiempo: el permafrost.
El permafrost es una delgada capa de hielo que cubre lo que en otras eras, hace millones de años, fueron seres vivos —árboles, animales, etcétera— y que ahora es materia orgánica. Hay permafrost en Siberia, en Tíbet, en Groenlandia, en Alaska…
Esta materia orgánica durante su descomposición generó inmensas cantidades de dióxido de carbono, y sobre todo de metano, que están siendo cubiertas y «detenidas» por el permafrost.
El metano es un gas ochenta veces más potente que el dióxido de carbono como gas de efecto invernadero. Al derretirse el permafrost a causa del aumento de temperatura del planeta, el metano empezaría a subir a la atmósfera y bastaría una tormenta eléctrica para que reaccionara con el oxígeno, desapareciendo ambos.
El problema es que, salvo unos casi desconocidos organismos anaerobios en los fondos abisales de los océanos y ciertas bacterias y virus, todo cuanto conocemos en el planeta necesita oxígeno. O sea que el derretimiento del permafrost a causa del calentamiento global implicaría el fin de la humanidad.
Hace tiempo, cuando empecé a escribir Lalia —mi novela publicada más reciente—, era ciencia ficción. Luego, fue ciencia posible. Y ahora es la realidad que nos espera porque ningún país responsable de producir gases de efecto invernadero ha decidido dejar de emitirlos.
Durante mi juventud y aun en la madurez —sobre todo cuando vivía en París— me opuse mucho a la energía nuclear. Sin embargo, hoy la veo como una salida a estas sociedades adictas al carbón, al petróleo y al gas. Cualquiera que sepa de adicciones sabe que no se pueden dejar bruscamente y que poco a poco se debe reemplazar la sustancia a la que se es adicto por otras menos adictivas. Recuerdo que en los Países Bajos había un camión que llegaba a entregarles metadona a los adictos a la heroína.
Volviendo a Lalia, el personaje principal de mi novela es una mujer muy joven, ticopanameña, que al faltar el oxígeno ve morir a su familia y a la gente de su ciudad. Le extraña mucho que ella pueda vivir sin oxígeno y se da cuenta de que es una mutante. Baja al Canal de Panamá y allí toma una barca. Ella sabe manejar barcas solares y se dispone a buscar si hay otros mutantes, otros sobrevivientes. Y Lalia no cuenta con lo que la naturaleza le tiene preparado.
Mi novela Lalia es una advertencia desesperada.
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