Desalentador. En Honduras este es el término para referirnos al panorama que nos espera de cara a las próximas elecciones, a llevarse a cabo en noviembre de 2021. Si hacemos un recorrido por los últimos años después del golpe de estado lo que tendremos es más de lo mismo.
Ubicándonos un poco atrás, no debemos olvidar que las corruptas instituciones estatales convirtieron al país desde principios del siglo XX en una república bananera y enclave militar estadounidense desde donde se realizaban las intervenciones en América Latina. Lamentablemente hemos sido un punto geoestratégico codiciado por el Norte, que nos utiliza como base para mantener su hegemonía política y económica.
A esto debemos agregar que durante décadas el monopolio y poder que controla al sector financiero, comercial, agroindustrial, energético y de telecomunicaciones de Honduras ha estado bajo el mando de élites familiares como los de los apellidos Rosenthal, Facussé, Atala, Ferrari y otras familias que se han mantenido vinculadas directa e indirectamente a los partidos políticos; manteniendo así un círculo que no permite entrada en política a otros honestos pobladores y dando paso al clientelismo que se ha utilizado con las clases bajas para mantener la lealtad partidista.
Y aunque supuestamente hemos transitado por una democracia, en realidad lo que hemos tenido es un cacicazgo militar confabulado con el narcotráfico, lo cual ha convertido al país en una dictadura.
En 1998, cuando la desgracia nos llegó en forma de huracán Mitch, provocando una gran devastación, el gobierno de turno aprovechó la catástrofe para taladrarnos con medidas neoliberales. Se aprobaron leyes para empresas mineras extranjeras y pasamos de ser república bananera y enclave militar a patio trasero, alineados con el capitalismo del desastre.
Luego fue el golpe de estado en 2009. Zelaya, pretendiendo hacerse de un discurso de izquierda antiimperialista y a favor del pueblo —pese a ser de una de las familias pudientes, adineradas y conectadas al narcotráfico y la represión social (no olvidemos el crimen de los horcones en el mal recordado Pozo de Malacate, en la hacienda de su padre)— puso distancia con las élites junto a medidas que tomó. Su discurso incomodó a Estados Unidos y a la élite opositora del país. La propuesta de La Cuarta Urna y destitución del jefe de las Fuerzas Armadas puso alertas. Entonces los antojadizos y convenientes organismos internacionales condenaron el golpe, nos aislaron; esos mismos que años después aprobarían un fraude a todas luces y a un presidente del narcotráfico.
Así se convocó a elecciones y con una abstención superior al 40% quedó en el poder Porfirio Lobo, reconocido también por actos de corrupción e ineptitud, con quien entramos a la dictadura azul en 2010, la que venía cocinando desde mucho tiempo atrás el actual presidente Juan Orlando Hernández.
Dimos inicio a la peor etapa y los índices de violencia se elevaron: maras, narcotráfico, asesinato de estudiantes, periodistas, abogados y líderes sociales. Escuadrones de la muerte al servicio del Estado para limpieza social. Las medidas neoliberales se elevaron cediendo terrenos a corporaciones internacionales, aumentando las concesiones mineras e hidroeléctricas a multinacionales, perjudicando tanto a comunidades indígenas como campesinas.
En 2013 las propuestas de Hernández al asumir la presidencia lograron el beneplácito de la siempre mano oscura y manipuladora de Estados Unidos. Hernández aumentó en un 250% la financiación para las Fuerzas Armadas y las desplegó a las áreas de conflicto vinculadas con minería e hidroeléctricas, donde precisamente fue asesinada la líder indígena y activista medioambiental Berta Cáceres. Se aprobó la creación de la Policía Militar del Orden Público que ha estado vinculada —y con pruebas— a violaciones de los derechos humanos.
Si todo eso no fuera suficiente, el mayor escándalo de corrupción precede a su mandato: el desfalco al Instituto Hondureño de Seguridad Social. Un robo de más de 335 millones de dólares a través de empresas farmacológicas fantasma que financiaron su campaña electoral y les costó la vida a más de 3 mil pacientes debido a la falta de insumos hospitalarios, equipos defectuosos, instalaciones en pésimo estado y un crimen de lesa humanidad; muchos tratados con pastillas rellenas de harina
Luego destituyó a cuatro magistrados de la Sala Constitucional de la Corte Suprema, sustituyéndolos por otros fieles a él. Entonces, ¡sorpresa!: la Corte emitió una sentencia que alteró la prohibición constitucional de reelección del presidente y Hernández se presentó de nuevo a las elecciones.
2017 no fue una crónica de un fraude anunciado, sino la antesala y escenario de práctica.
En esas elecciones, después de que el conteo llevaba el 75% de resultados dándole el gane a la Alianza con un 5% —tendencia que según expertos era irreversible—, el sistema se cayó y aprovechó el partido nacional para colocar una réplica cibernética del programa electoral utilizado, la cual tenían preparada por expertos de Colombia. Sí, así como ya lo sabe todo el mundo. Treinta horas fueron las necesarias para que los resultados se alteraran y favorecieran a Hernández con una ligera ventaja del 1.5% de los votos computados y alterados.
Así se ha encargado de continuar en el poder. Juan Orlando Hernández lleva de práctica dos fraudes electorales, tiene todos los poderes en sus manos, está respaldado por el narcotráfico, manipula las leyes y a los partidos minoritarios, ha concesionado territorios y recursos naturales a costa de la población más vulnerable y, por si fuera poco, el presupuesto a servicios sanitarios y educación ha sufrido graves recortes y privatizaciones. Con crímenes a bordo, corrupción y un hermano condenado por narcotráfico, irónicamente Estados Unidos, junto a la tibia comunidad internacional continúan, extendiéndole su mano y considerándolo un excelente aliado en la lucha en contra el narcotráfico.
Llevamos una década de dictadura mantenidos en el poder por dos fraudes electorales consecutivos (2013 y 2017), rompiendo el artículo pétreo de la Constitución Política que prohíbe la reelección presidencial. El orden constitucional se rompió al igual que la confianza en el sistema. Vivimos en una frágil institucionalidad que abre paso al autoritarismo.
Con un ambiente de incertidumbre total y entre polémicas, Zedes, pandemia, hospitales al límite de su capacidad, solo el 9.92% de la población vacunada, una oposición que se mantiene en pleitos de mercaderes, la inconclusa entrega de nuevas tarjetas de identidad, falta de presupuesto, carencia de una norma de justicia partidaria, desacuerdos en la interpretación de delegados que compondrán las juntas receptoras, intentos de coartar la libertad de expresión en los órganos electorales, dualidad en la interpretación de las normas y cambios o reformas en la recién aprobada Ley Electoral, pobreza y miles de desempleados… con todo y esto en Honduras habrá elecciones en noviembre.
Bajo este escenario definitivamente será la crónica de un fraude anunciado. El poder se lo disputarán los peores candidatos de nuestra historia: Nasry «Tito» Asfura: un alcalde que forma parte de la dictadura actual, investigado por supuesto desvío de fondos públicos y que contrata a sus propias empresas para proyectos a nivel nacional; Yani Rosenthal: un condenado a 29 meses de cárcel por lavado de dinero en un juzgado de Nueva York; y Xiomara Castro: la esposa sometida de Manuel Zelaya, el hombre que fue motivo del golpe de 2009, que todavía sigue queriendo asirse del poder tras la imagen de su cónyuge y bajo la mesa hace negociaciones con el partido nacional.
La lista de candidatos no solo refleja un deterioro total de la democracia hondureña, también un abismo enorme de los valores y la gran ignorancia que sumerge a la mayoría de los ciudadanos, donde algunos prefieren seguir votando por un color, por una bolsa solidaria que se evapora en menos de una semana o por corruptos y asesinos. Como declaró a los medios el exasesor para asuntos del hemisferio occidental del Consejo Nacional de Seguridad de Barack Obama, Dan Restrepo: «Mirando a los precandidatos presidenciales principales de Honduras, como asesor de un presidente de Estados Unidos, nunca dejaría que ninguno de esos candidatos, aún electos como presidente de Honduras democráticamente, pisara la Oficina Oval con el presidente [Joe] Biden. Son francamente inaceptables».
Y tiene razón. Así como inaceptable es que Estados Unidos siga manteniendo a un partido corrupto y del narcotráfico en el poder o que siga metiéndose en la casa vecina para decidir quién será la próxima marioneta de cara al poder; y como inaceptable es también que aprobaran un fraude y negociaran con los candidatos para la reelección de Hernández.
Es evidente que cuando la marioneta deje de servir se cambiará a otro que mantenga el status quo de los poderosos y sus empresas. Y como ya todos sabemos, bajo la mesa y en reuniones secretas se dividirán el poder, concesionarán y decidirán, como lo hicieron en 2017. Mientras tanto, el pueblo seguirá creyendo que solo es necesario votar para sacar al partido de turno, que su voto es parte de la democracia y que el candidato de su elección será su salvador, pero ignorando toda la maquinaria detrás del poder.
Ver todas las publicaciones de Ingrid Ortez en (Casi) literal