No es inusual que cualquier conversación sobre nostalgia acarree tonos negativos y condescendientes. En el mejor de los casos suele ser vista como sentimentalismo escapista, propio de quien no es capaz de lidiar con el presente. En el peor, se advierte como un impulso reaccionario y potencialmente peligroso.
Esta crítica ciertamente tiene su mérito. Es cierto que la nostalgia tiende a presentar un pasado falso e idealizado cuyas virtudes son exageradas y sus defectos ignorados. También es verdad que a lo largo de la historia este sentimiento ha sido explotado por capitalistas para vendernos productos y por fascistas para ofrecernos una respuesta fácil a complejos problemas sociales. Los tiempos cambian e intentar recrear el pasado es un ejercicio inútil y riesgoso.
Pero hay que cuidarnos de no llevar esta narrativa a su otro extremo. Pensar que el presente es en todo sentido superior al pasado es tan absurdo como pensar lo contrario. Se trata de una creencia sin fundamento, rezago de dudosas teleologías que afirman que la historia necesariamente se mueve hacia adelante. Creer que el tren del progreso ya llegó a su última parada invita al conformismo, mientras que poner todas nuestras esperanzas en un futuro idealizado abre las puertas a fantasías violentas y milenarias.
Hay muchas teorías que nos llaman a entender el tiempo de otra manera. El influyente polímata Ibn Khaldun habló del desarrollo civilizacional como un proceso de auge y decadencia, algo que definitivamente resuena con la historia del califato abasí o el reino quiché de Q’umarkaj. Más recientemente, pensadores como Martin Heidegger, Christopher Lasch y Byung-Chul Han han notado cómo el abuso tecnológico, la globalización y el abandono de rituales tradicionales han exacerbado la desigualdad y la alienación social en nuestros tiempos. La evidencia parecería indicar que, si bien hemos conquistado victorias en nuestro camino a la modernidad, también hemos cometido errores.
Deberíamos ser capaces de ver hacia atrás con una mirada crítica pero regenerativa. La Ilustración, por ejemplo, tomó inspiración de la Antigüedad clásica —su estética y sus valores— para dar vida a un siglo de innovaciones artísticas y políticas. Años después, cuando el pensamiento racional e instrumentalista de la Revolución Industrial comenzó a sofocar otros impulsos, artistas románticos como Byron y Wagner voltearon su mirada hacia el medievo y el folclor en busca de nuevas energías y formas de entender el mundo.
Cuando los radicales franceses y americanos del siglo XVIII adoptaron el gorro frigio como símbolo de libertad, su intención no era recrear Roma con todos sus problemas e injusticias, sino retomar la posibilidad del ciudadano libre en un mundo que ya solo conocía súbditos reales. Es por eso que no hay vergüenza en sospechar que había algo valioso en las películas o la música de antes; en intuir que el tiempo de nuestra infancia o de nuestros ancestros tuvo algo importante que podemos rescatar y reconceptualizar.
A partir de esta revelación se puede formular otro tipo de nostalgia; una que no sea ni pasiva ni escapista como la que nos vende Hollywood, sino vigorosa, constructiva y con potencial de mejorar el presente.
Ver todas las publicaciones de Rodrigo Vidaurre en (Casi) literal