A finales de la década de 1970 la Unión Soviética invadió Afganistán, derrocando al gobierno de Kabul e instaurando el suyo. En 1992, cuando los soviéticos no podían sostenerse ni a sí mismos, se detuvo la guerra. Las causas de dicho conflicto, para efecto de estas breves palabras, son casi irrelevantes, pero sus consecuencias, y en particular una de ellas, persiste hasta nuestros días.
Durante la invasión muchos afganos huyeron del país, en su mayoría mujeres y niños, dejando atrás a sus esposos y padres para que lo defendieran (pues a las personas no les gusta que otros entren con tanques en su país. ¿Quién podría haberlo adivinado?). Un grupo de esos niños acabaron en campos de refugiados al este de Pakistán. Familias adineradas saudíes aprovecharon la oportunidad para fundar escuelas gratuitas en la zona con el fin de promover el wahabismo, una corriente del Islam, concretamente proveniente de la rama del sunismo, que fue objeto de supremo rechazo por la mayor parte del Islam debido a su extremismo; sin embargo, ante la situación de desesperanza de los niños desplazados el wahabismo parecía la única respuesta a muchos problemas.
Con el pasar de los años los servicios de inteligencia de Pakistán, Estados Unidos y la propia Arabia Saudita, que no veían con buenos ojos la influencia soviética, se dieron cuenta de que en los niños formados en dichas escuelas había soldados potenciales que, gracias a su instrucción, tenían lo único que no se puede entrenar: una motivación para ir a matarse y odio hacia un enemigo.
Talibán significa «estudiantes». A esos mismos niños que huyeron de su nación en guerra se les enseñó a odiar a todo aquel que fuera mínimamente diferente y se les dieron armas y entrenamiento para matar. En la década de 1990 lograron sacar a los soviéticos de su país, pero aquello, aunque parecía una victoria de árabes, paquistaníes y estadounidenses, más temprano que tarde se volvió un problema que se les salió de las manos. Los talibanes no solo conservaron el poder, sino que empezaron a ver a sus viejos formadores como enemigos. Las tensiones se mantuvieron durante casi una década hasta que en 2001 Estados Unidos, durante el primer gobierno de George W. Bush, invadió Afganistán.
Hace poco el presidente Joe Biden anunció la retirada definitiva de las tropas estadounidenses, quienes se marchaban habiendo ganado todos los combates, pero perdiendo la guerra, dejando a la república de Afganistán echada a su suerte.
Muchos historiadores han etiquetado a Afganistán como «el cementerio de imperios» ya que desde Alejandro Magno hasta las grandes potencias del siglo pasado, nadie ha tenido éxito en la empresa de controlar el país. Los talibanes resistieron veinte años de guerra porque para eso fueron entrenados: para hacer guerra de guerrillas y luchar contra un ejército con armamento y tecnología superior. Enfrentaron a los estadounidenses de la misma forma como enfrentaron a los soviéticos. Al momento de escribir este artículo, el gobierno afgano oficial abandonó Kabul (la capital) y en Europa ya se temen una ola de refugiados.
Alguien dijo una vez —creo que Mark Twain— que la historia rima. Que los hechos descritos al comienzo de este artículo sean parecidos en gran medida a los del final no es producto de una casualidad, sino una tragedia anunciada. Afganistán se volvió un agujero negro y uno demasiado caro para seguirlo manteniendo. La «paz» cuando es de cartón no sirve de nada.
Y sucede que esa zona del mundo desde hace siglos ya que no conoce la palabra «paz» sin comillas; un país que ha tenido que seguir adelante con el peso de revoluciones, guerras y tiranos propios y ajenos, donde los que alguna vez fueron niños con vidas rotas volvieron con armas para romper la vida de otros niños y que estos vuelvan a regresar con más armas. Todo en un ciclo sin fin cuya solución, si acaso existe, hoy por hoy —como en los últimos dos milenios— nadie la tiene.
Ver todas las publicaciones de Darío Jovel en (Casi) literal