Había leído Cuentos de Joyabaj, del escritor guatemalteco Francisco Méndez (1907-1962, no se confunda con su nieto Francisco Alejandro Méndez), hace ya algunos años como parte del cuerpo de obras literarias que tenía que completar para mi curso de Narrativa guatemalteca del siglo XX, y como suele suceder con muchas de las lecturas universitarias, se trata de avanzar en ellas para estar preparado el día de la comprobación. Una lectura rápida en la que se pueden pasar por alto muchos de los detalles que enriquecen la experiencia estética del lector.
Ante esa lectura rápida siempre pensé que este era un libro al que tenía que regresar para apreciar en su justa medida su valor estético. La obra tuvo que pasar muchos años guardada en los anaqueles de mi biblioteca personal para retomarla y decidirme a hacer una lectura más concienzuda de ella. La verdad es que no me arrepiento para nada.
Hoy he llegado a la conclusión que Cuentos de Joyabaj es una obra monumental precisamente porque rescata de una forma muy fidedigna la tradición oral de esta población quiché y nos remite a la esencia oral de la misma narrativa. El autor, desde una posición muy auténtica y sin pretensiones «literarias» de escritor occidental, no solo consigue transmitir al lector la riqueza del haber oral de esta población a principios del siglo XX, sino el universo mestizo de los poblados del altiplano guatemalteco, de manera que, además de un texto estético, resulta ser un interesante documento antropológico acerca de la idiosincrasia de la Guatemala rural que se ha resistido a cambiar a pesar de la inevitable llegada de la modernidad occidental a nuestras latitudes.
Cada uno de los relatos se disfruta con el sabor campirano que todavía hoy en día es posible vivir en las comunidades rurales del país. La reproducción exacta y acertada de la oralidad es tan solo uno de los muchos aciertos estéticos, quizá de los más notables, que se aprecia en la obra. Pero no es el único. La transposición de la realidad y los hechos maravillosos está tan naturalmente engarzada que más que un texto de literatura indigenista —como tradicionalmente se clasifica a la obra de este autor— constituye uno de los ejemplos pioneros del realismo mágico y de lo real maravilloso en la literatura nacional. En otras palabras, estamos ante un conjunto de relatos que va más allá de pintar un costumbrismo pintoresco para profundizar en el espíritu de un pueblo mestizo a partir del simbolismo que resalta entre todo este corpus de saberes y creencias tradicionales y populares que le pertenecen a toda una comunidad.
Si bien es cierto que estos relatos son recopilaciones de narraciones orales escuchadas por el autor en su niñez, experiencias que él mismo escuchó, el tratamiento estético y ese sentido de bien común que se trata de conservar le da a la totalidad de la obra un sentido de validez universal y deja para la posteridad un legado identitario de las voces de una colectividad. Además de esto es inevitable que en el discurso popular puesto en boca del autor no se dejé de percibir una actitud de denuncia, a veces muy explicita, como ocurre en los relatos «Cristo se llamaba Sebastián», «Cosas de don Bartolo», «La Totopostera», «Los mexicanos» y «¡Lázaro, ven!», que en realidad estructuran una historia —casi una noveleta— de injusticia y abusos alrededor del personaje de Sebastián.
Aunque cada uno de los Cuentos de Joyabaj es magnífico, siempre existen aquellos que impresionan más al lector. En lo particular me parece que el mejor logrado y el más intenso en emoción es el de Mari’ Antonia, que profundiza en la psicología de la mujer de campo y en su drama individual que sintetiza la gran tragedia de muchas féminas.
Relatos interesantes también son «Ángel de la guarda», «El gran secreto», «Un hombre prevenido», «Porfín», «La canilla de Chicho Ramos», «Bolos por la eternidad», «El clanero» y «La catedral del agua», en la que el universo mágico convive con la realidad prosaica.
Especial atención merece «El baile de la Pascuala», que hace alusión a la peste de fiebre española y que hoy por hoy resulta ser muy parecida a la situación actual de la pandemia por COVID-19, a pesar de los cien años de diferencia que hay entre los hechos narrados y los actuales.
Con un tremendo sentido del humor se pueden disfrutar «Los chiles de Tereso», «Las historias de Juan Ralíos Tebalán», «Los misteriosos cangrejos». Un sentido de fantasía casi borgeano se percibe en el relato «Cicimite, el omnipresente».
En síntesis, sumergirse en los Cuentos de Joyabaj es ingresar a un abismo que nos irá develando, poco a poco, los arquetipos simbólicos de toda una comunidad. Solo es necesario dejarse llevar por la convención, casi con la inocencia de un niño que asiste sin prejuicio y acepta como reales los hechos narrados por los viejos contadores de historias alrededor de un fogón.
[Foto de portada: Holly Wilmeth, USAID]
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