¡Pónganse pa’ las cosas!


Uriel Quesada perfil Casi literal 2Tomo un úber en Denver, Colorado. Es mayo de 2024 y las montañas que rodean la ciudad aún tienen nieve. Voy para el aeropuerto: una de las rutas más apetecidas por quienes ofrecen el servicio, pues les queda una cantidad nada despreciable de dinero luego de las retenciones que hace la empresa. El conductor, según la App, tiene un nombre con resonancias de la antigua Cortina de Hierro. «Un inmigrante», pienso. Cuando finalmente llega el carro y abro la puerta, se me viene encima música cristiana en español. Entonces cambio los parámetros geográficos. El conductor, quien no ha dicho una sola palabra, es latinoamericano. Le pregunto si habla español y él me contesta, desconfiado: «Sí. Cuba».

«¿Y usted cómo vino a para a Colorado?»,  insisto. Se encoge de hombros y responde que se cansó de Miami, y que un amigo vivía «por estos lados». «¿Hay una comunidad cubana grande en la ciudad?»Él hace un gesto despectivo, incómodo. «No la necesito», dice antes de cambiar de tema. Entonces me cuenta de una granizada que hubo la noche anterior y me promete que una parte de la carretera estará todavía blanca y resbaladiza. «Le voy a contar lo que vi», dice. Yo insisto en saber más de su decisión de dejar Florida. «Aquí los inviernos son largos, nieva mucho», digo, «¿y la comida que conocemos?». Pero parece que en Colorado nada le hace falta, ni siquiera el inglés. Me cuenta que la música en español le sirve para que los clientes gringos no le hablen. La situación no deja de ser curiosa: usar las ruidosas emisoras cristianas para poner a raya a los pasajeros y, a la vez, sentirse acompañado. Quizás protegido.

Hace una llamada por WhatsApp, algo que me hace sentir nervioso. Yo no podría estar pendiente del teléfono y mirar la carretera a la vez. Sin embargo me callo. En la pantalla aparece un niño desgreñado, sin camisa. Al moverse, se ven al fondo unas plantas que podrían ser de plátano y una estructura de madera sin pintar. El niño le pide que le envíe dinero, lo necesita para ropa y cosas de la escuela. El chofer se enoja: «¿Ustedes piensan que soy millonario? Pon a tu madre». Cuando ella toma el teléfono, el conductor empieza a reprocharle lo mucho que dependen de él. «¿No puedes hacer un horno y salir a venderlo?», le dice a gritos. La mujer le habla de la pobreza, de las carencias que sufren ella y los niños, pero el chofer no cede con su cantaleta: «Pónganse pa’ las cosas, no puedo mandarles más plata hasta que arregle el carro». Por la bronca me entero que el cubano ha tenido un accidente y que en este momento maneja un carro alquilado. Me pregunto, un poco asustado, qué pasaría si tuviéramos un accidente en ese momento, en un auto que no es de él. «Tú te haces el horno, lo vendes, y con eso van tirando un tiempo», le repite a la mujer, pero no hay acuerdo. La videollamada termina y solamente queda el estruendo de la música cristiana.

Muy cerca del aeropuerto pasamos por un sector de la carretera en el que hay hielo a los costados y en el camellón. Al chofer, quizás por el disgusto, se le olvida contarme la historia que me había prometido. Yo prefiero no recordársela. Sin hablar nada más llegamos a la terminal. Yo bajo con mis cosas y veo el úber partir. Se me ocurre que el pobre hombre no sólo quiere vivir alejado de Miami, sino de Cuba misma. Pero a veces ni siquiera un continente es suficiente distancia.

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