Como cualquier persona que claramente no fue popular en la secundaria, soy fanática de los musicales. Y esto va más allá de haber crecido con el renacimiento de Disney y La novicia rebelde en repetición desde el VHS de la casa.
Desde que tenía unos tres o cuatro años, mi tío Pablo me puso a ver esta serie de Joan Sutherland que le explicaba la ópera a los niños (y sí: el episodio que yo veía en repetición era el de La Traviata). La ópera, que es esencialmente la abuelita del teatro musical, comparte mucha de esa desidia que suele inspirar el medio. «Odio que se ponen a cantar y todo es dramático», dice la gente que tiene por lo menos un Funko de Marvel y cree que Paulo Coelho es literatura. Y objetivamente tienen razón: el punto de la ópera y el musical es la gala de los talentos interpretativos en actuaciones, canto, baile e instrumentalización. Son medios por y para el espectáculo: por supuesto que van a ser eventos magníficos, hiperbólicos e implausibles. Por ello siempre me ha causado gracia que la gente espere recato y templanza de la ópera (y el musical), pero no cuestione las ridiculeces de Vin Diesel y su pandilla haciendo acrobacias con autos de lujo.
Como cualquier gusto, el teatro musical, con su inevitable adaptación cinematográfica, es un gusto cultivado como las cervezas IPA y los amores sin futuro. El primer error que cometen muchos espectadores neófitos es entrar con la expectativa equivocada. El musical es un medio, no un género, y por eso muchas personas juzgan con la misma vara a El rey y yo y a Hadestown (o a Emilia Pérez y a Wicked, pero ese es un pleito que vamos a tener en unas semanas en este mismo canal).
En el medio de los musicales hay romance, comedia, violencia, misterio, erotismo, drama, horror, ficción histórica, autoayuda y hasta religión. No todos tienen finales felices. No todos tienen el mismo estilo, dirección o tono. Y no todos son para todo el mundo.
El segundo error que cometen muchas personas es pensar que el musical está completamente dedicado a su contenido de origen y la obsesión de los espectadores ignorantes con la «fidelidad». En el siglo XXI, la fidelidad es sólo una cualidad para los sistemas de sonido; mientras que en los musicales la prioridad es la destreza del intérprete.
Recuerdo que hubo gente muy estúpida que se enojó porque la adaptación cinematográfica de La sirenita tendría a una actriz negra. Seguramente no se tomaron cinco minutos para confirmar que esa actriz canta con la gracia de un ser supernatural, o acaso olvidaron que este cambio de etnicidades ha pasado desapercibido en el teatro, donde ha habido una Bella negra (que toca guitarra eléctrica) y una Ariel hawaiana. A menos que la historia especifique que la etnicidad es importante —como en el caso de El color púrpura, donde la etnicidad es el argumento—, el teatro musical valora la capacidad del artista por encima de cualquier argumentación política, social o incluso lógica. Por ejemplo, en el teatro es perfectamente creíble que las treintañeras Kristin Chenoweth e Idina Menzel interpreten a jovencitas universitarias en Wicked. Porque la audiencia de un musical está lista para sacrificar un poco de escepticismo en el nombre de una buena experiencia.
Y el último y más grave error es pensar que las canciones en un musical únicamente son relleno para llamar la atención. Esta es la terrible interpretación que cometen no sólo los espectadores ignorantes, sino los productores que deciden adaptar sin reflexionar sobre la composición integral que lleva un musical.
Aquí volvemos a la ópera por un segundo: cada aria, dueto o conjunto está planteado para servir a la historia, al tono y al personaje. Es decir, en un musical bien hecho, una canción debe avanzar la trama, comunicar la emotividad de la historia y ahondar en el personaje. Howard Ashman —la leyenda detrás de los clásicos de Disney— decía que si omitir una canción no le restaba sentido a la historia, esa canción era inútil. Claro, eso no evita que existan números de relleno en producciones más contemporáneas (de hecho, los nuevos números intrascendentes son el síntoma más repugnante de la pésima producción de las remakes de Disney), pero sí indica que la audiencia debe abordar un musical con la voluntad de prestar atención a las situaciones de cada número.
A estos retos de la audiencia sumemos la pericia de la adaptación. Traducir una obra del escenario al cine parece una tarea sencilla, pero no lo es. Se necesita ajustar lenguajes, convenciones y hasta estéticas para conservar, y acaso enaltecer, la misión original del texto. Por eso es trágico que tantas adaptaciones decidan ignorar la intención de sus números originales en favor de una agenda social o un miedo a las audiencias más modernas (y tontas).
Estoy bastante cansada de leer comentarios imbéciles de personas que deciden opinar sobre un medio tan importante para la música y la cultura escénica. Y estoy aún más cansada de entrar al cine a ver producciones que destruyen desvergonzadamente el legado del teatro musical. Por eso, en esta serie que absolutamente nadie pidió, voy a extender mi análisis de los musicales del año que los volvió inescapables. Después de todo, tengo experiencia en varias producciones de ópera, diez años de entrenamiento vocal y un título de Letras especializado en teoría crítica que no sirve para nada. Y tampoco tengo nada que perder.
Búsquenme en el oeste.
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