La construcción de relaciones de toda índole, desde las eróticas hasta las diplomáticas, está fundamentada en ese invento maravilloso que ha creado nuestra civilización y que se sintetiza en la frase de “lo políticamente correcto”. El hígado de una persona podría convertirse en una fábrica de piedras biliosas mientras las vísceras se pueden retorcer por dentro, pero esta persona, condicionada desde muy joven, jamás estaría dispuesta a perder la compostura, a salirse de la etiqueta, a dejar la pose y perder el glamour.
Claro, todo esto es funcional mientras se persigue un fin, mientras no se haya alcanzado un objetivo. Una vez coronada la meta lo más probable es que la oveja de deshaga su abrigo y muestre unos colmillos lobeznos, porque en el fondo nuestra naturaleza es depredadora y sin duda que no vacilaremos en responder si vemos amenazada nuestra seguridad personal o si alguien se interpone entre nuestros intereses. De ahí que mantener ciertos límites de cordura y obedecer ciertas reglas de urbanidad que hagan más agradable la convivencia sea una práctica saludable en cualquier tipo de relación. No cabe duda que sin estas normas —implícitas, la mayoría de veces—, estaríamos condenados a devorarnos como si fuéramos animales de rapiña.
El problema es cuando esta necesidad de ser políticamente correcto paraliza a las personas de modo que las termina convirtiendo en miserables seres rastreros que siempre tienen en la punta de los labios la frase halagadora, la actitud servil, la mirada en búsqueda de aprobación y el profundo deseo de ser aceptados dentro del rebaño. Estos seres extraños son capaces de trastocar su propia naturaleza con tal de sentirse seguros, adheridos a un grupo, adaptados. Para ellos la felicidad consiste en saberse queridos y por eso se tornan aduladores. No soportan ni una ligera mirada de desaprobación y por su cerebro pasa toda una película en la que son desterrados del rebaño cual dolientes Edipos solo porque se atrevieron a contradecir, de una manera muy zalamera y eufemística, a una figura que para ellos represente poder. No es de extrañar que a todo lugar al que vaya este tipo de persona siempre estará buscando a esa figura de autoridad que refuerce su comportamiento neurótico. Tampoco tiene nada de raro que esta persona se transforme completamente con sus subalternos y se convierta en una especie de tiranozuelo. En el fondo, estos seres inseguros admiran el poder que ejercen sobre ellos otras personas más vitales y secretamente desearían tener esas cualidades.
Si bien es cierto que la educación debe enseñarnos la contención de los impulsos y las emociones, este tipo de personas parece que se pasaron de tiempo en el horno de los buenos modales de manera que ser excesivamente educado le ha ocasionado verdaderos estragos que atentan contra su libertad. Es lo que suele suceder con los excesos, que terminan estropeando a las personas.
Hoy en día, el exceso de corrección política y educación burguesa nos ha convertido en seres acríticos, incapaces de cuestionar nuestro entorno. Como consecuencia, nuestras relaciones han perdido autenticidad y el trato hacia los demás, además de ser deshonesto, se limita a hipócritas fórmulas que mantendrán nuestros intercambios con los otros en la ligereza y superficialidad.
Por supuesto que no hay un comportamiento que se replique si no tiene un premio que lo estimule y refuerce. Por eso no debe causar extrañeza que un bicho de este tipo resulte convirtiéndose en un ser socialmente exitoso y que termine por encajar en los paradigmas que han sido diseñados para él o ella, porque en esto también debe hacerse distinción de género. Por lo general suelen escalar puestos y prosperar, lo cual no es negativo si es que no atentara contra su propia libertad individual en el caso de aquellos que todavía conservan un mínimo de consciencia de ella. Aunque también se debe tomar en cuenta que la mayoría de estas personas ya perdió consciencia de esa individualidad; sus expectativas se convierten en las expectativas de otras personas, sirven de alfombra y siempre estarían dispuestos a bailar al son que les toquen. Han llegado a comprender con bastante claridad que su éxito radica en aceptar los criterios de otros hasta que llegan a atrofiar su capacidad para tener un criterio propio. Creen fervientemente que siempre hay alguien más que debe tomar las decisiones que ellos nunca se atreverán a emprender. Sin duda preferirán siempre la comodidad, compraran seguro médico, seguro de vida, seguro contra accidentes, seguro para el carro, seguro contra incendios, seguro contra invalidez, porque necesitan saber que su vida estará segura hasta el último de sus días. Cualquier amenaza de desestabilidad puede ocasionar ataques de pánico.
En el trato suelen ser personas muy educadas, muy bien vestidas para cada ocasión, ordenadas y pulcras al exceso, nada que pueda ofender ni de obra ni de pensamiento a sus congéneres. Aunque puedan soñar alto sus sueños siempre se limitarán a los de la acumulación, ya sea de bienes materiales o bien de reconocimientos sociales, porque esto les da estatus y el estatus se convierte en otra manera de demostrar que se ha triunfado dentro de los parámetros de la normalidad.
Por cierto, dentro de nuestras sociedades consumistas es muy fácil encontrarse con esta especie de animal porque, ciertamente, la educación lo ha cercenado para que se adapte sin remilgos. Esa es la manera como la educación dentro de las sociedades capitalistas pueden conducir al homo sapiens al camino de la felicidad. A estos androides obedientes y profundamente integrados a la sociedad que los ha creado, a estos autómatas que tienen incorporado un chip de buenos modales y demás monerías, solo resta desearles por su propio bien que nunca despierten de su delirio como ocurrió con el desgraciado don Quijote, cuya tragedia radicó en recuperar la cordura en el último momento de su vida, cuando ya era demasiado tarde…
En fin, esas cosas que a uno se le ocurren cuando no se le ocurre otra cosa que escribir.
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