La soledad es un estado inherente a la condición humana. Se puede experimentar en cualquier momento y en cualquier lugar, y poco tiene que ver con estar o no acompañados de más personas o encontrarse situado en una habitación donde no hay nadie más que uno. Tiene que ver más con el vacío y la angustia existencial, con esa conciencia de percibirnos efímeros dentro del caos que se expande sin que nuestras limitadas inteligencias humanas sepan con total certeza hacia dónde. Concientizarnos sobre esto acorrala y, justamente, angustia.
Dice Erich Fromm que cuando experimentamos lo que él denomina “separatidad”, que es la fuente de toda angustia y el concebirse desvalido y separado del mundo, deseamos angustiosamente encontrar nuestro sentido de pertenencia y por ello hay quienes suelen acudir al rebaño, a circunscribirse en lo que la opinión general dicta como el camino a seguir creyendo que la vida únicamente tiene una forma unívoca de llevarse a cabo bajo determinados valores. Y es que encarar esta existencia con la sensación inevitablemente de soledad propia de nuestra condición es un reto que necesita fuerza, y esta solo se obtiene con nuestra voluntad. No hay que olvidar, entonces, que existen diversas formas de enfrentar la soledad y la angustia sin perder nuestra singularidad. Sin despersonalizarnos.
Fundamental resulta reconocer que hay un vértigo que nos desean imponer a como dé lugar, una serie de normas a seguir, una moral impuesta que no puede ser cuestionada. Se busca uniformarnos, encasillarnos en el perfil de “ciudadanos”. Y aunque suele decirse que en la juventud hay una sed imperiosa por la búsqueda de libertad y autonomía, que una de las condiciones del joven es la rebeldía, la inconformidad ante lo impuesto, vemos, por lo menos en esta sociedad, que dicha fórmula falla —con sus evidentes excepciones, claro—, pues no es mentira que la apatía y la indiferencia están muy presentes en la juventud.
Claro, hay que tener en cuenta que en este momento de la historia nos encontramos inmersos en la dictadura del mercado y, por ende, el bombardeo mediático lo recibimos día a día. También es cierto que el poder hegemónico y la ideología dominante han arraigado su discurso profundamente, y entonces no es de extrañar cómo el guatemalteco promedio está más que distraído entre la avidez de novedades y el consumismo. Entre la cosificación machista y la antropomorfización de autos, por ejemplo. Entre la inconciencia ecológica y la fetichización mercantil.
Hemos llegado a altos niveles de hermetismo social y, si bien el rebaño del guatemalteco promedio pasa por ideas conservadoras, frivolidad y nivel de consumo, también es un hecho que existen otros círculos que van encajando en el concepto de rebaño, distinto a este, y cuyas prioridades pasan por ideas políticas, artísticas, literarias, académicas… Pero que aún no puede —o simplemente no desea— superar la invención trivial del estatus ni los verticalismos autoritarios, y mucho menos apostar por aperturas y nuevas formas de relacionamiento humano.
El triunfo del ideal conservador y cristiano se remonta a siglos. Es por ello que resulta sumamente difícil deconstruir y desarraigar diversas prácticas, y entonces se suele acudir al rencor contra quien opina distinto y al rebaño cuando acecha el miedo al vacío y a la soledad. Pero es allí, justamente, cuando la creatividad para encarar esos estados debe surgir con otras formas y prácticas. No podemos, en un mundo como el actual, continuar con esas manías que paradójicamente solo nos separan y nos aíslan más. La solidaridad representa un acto de conciencia necesario y loable pues se aleja del egoísmo, mientras que el ánimo gregario que se constituye por el miedo a la soledad es todo lo contrario. Es en el accionar cotidiano e íntimo, perfilándonos a principios más horizontales y nuevos relacionamientos con los demás —comprendiendo que hay otras formas de ver el mundo— donde se cosecha la premisa de una ética colectiva alejada de las actitudes del rebaño. Si lo que se desea son cambios radicales no se puede continuar haciendo más de lo mismo ni reproducir, en otros espacios alternativos, lo que tanto daño nos ha hecho.
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