El manicomio del Universo


Ingrid Ortez_ Casi literalSiempre he creído que los extremos producen monstruos y que arden en injusticias y maldad bajo la danza del poder y del dinero. Como decía Francis Underwood en la famosa serie de House & Cards interpretado por Kevin Spacey: «Dinero es la gran mansión en Sarasota que empieza a caerse a pedazos luego de diez años. Poder es el viejo edificio de roca que resiste por siglos».

Dinero y poder no siempre van unidos. El dinero es evidente y cuantificable. Puede comprar lujos, lealtades temporales y fines inmediatos, pero siempre es inestable. El poder, en cambio, es la omnipotencia invisible que logra mover desde voluntades hasta destinos. Es el único hacedor de reyes y verdadero constructor de la historia. Y no se mide en cifras, sino en influencias.

Bajo esta perspectiva las formas más claras de poder han sido la política y la religión, esta última con siglos de verdades absolutas no negociables y millones de personas adoctrinadas durante generaciones. Así es como ha logrado imponerse hasta nuestros días; alimentándose con odio, venganza y crueldad «justificada»; sembrando miedos y adjudicándose licencias divinas para matar.

Tener la verdad absoluta también ha sido un delirio clásico de casi cualquier político. A través de la historia hemos visto locos, desequilibrados y genocidas, en el poder, lo cual ya no debería ser novedoso. Actualmente el mundo tiene un auge de competidores, que parecieran enfrentarse para ver quién está más loco. Se creen iluminados y aseguran tener una varita mágica. La política actual del espectáculo y el endiosado culto a la personalidad es la nueva religión. Tiene miles de defensores y el aumento peligroso de un nacionalismo irracional que alimenta odios.

No importa si es de derecha o de izquierda; tampoco importa si su poder es contrario a los derechos fundamentales del ser humano, provoca más guerras o perpetúa genocidios. Actualmente hay líderes y salvadores del mundo salidos de un manicomio o extraídos de lo peor de nuestra especie. Si en algún momento creímos que los desquiciados en el poder eran exclusivos de la historia antigua —como aquel que se creía Júpiter y nombró cónsul a su caballo— o de las grandes potencias —con personajes envueltos en una ola fascista como Netanyahu, Yahya Jammeh, Trump, Putin o Xi Jinping—; nos equivocamos: hoy el mundo es su casa y millones son cómplices al venerarlos.

Desde Hugo Chávez, que se creía el salvador de Venezuela; hasta Nicolás Maduro, su sucesor, que vive en completo delirio. Desde un Nayib Bukele que navega en soberbia y ambición hasta el ultraconservador de extrema derecha y megalómano Javier Milei (todos aplaudiéndose entre ellos mismos). O sin irme más lejos: un Manuel Zelaya que para permanecer en el poder mueve los hilos de las candidaturas de mujeres a las que puede controlar.

Todos ellos tienen en común una mezcla entre el nacionalismo y la xenofobia. Todos son narcisistas autoritarios y populistas que alimentan a una sociedad cada vez más ciega.

Yo, como la Mafalda de Quino, quisiera detener el mundo para bajarme. Los que elegimos estamos locos y perdimos el norte, o hay una mano oscura detrás: ese poder en el viejo edificio de roca que resiste durante siglos moviendo los hilos de títeres monstruosos por los que votamos y nos dan pan y circo.

Tener candidatos capacitados requiere una ciudadanía educada, informada y comprometida; pero esa capacidad y poder nunca estuvo en manos de la plebe; así que, como en la religión, simplemente toca seguir, aplaudir y obedecer.

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