Carlos Martínez Rivas: poeta en harapos


rsz_2018-08-22-07-22-13-043Suele recordarse al poeta nicaragüense Carlos Martínez Rivas sobre todo por los últimos años de su vida, cuando, sumido en el alcoholismo ―y seguramente en alguna depresión jamás tratada clínicamente― decidió permanecer la mayor parte del tiempo encerrado en su casa de Managua, en el céntrico residencial de Altamira D’Este. Había vuelto en 1977 a Nicaragua tras largas temporadas en el extranjero entre Europa, Estados Unidos y Costa Rica, y a comienzos de la siguiente década, estando ya en el poder la revolución sandinista, fijó definitivamente su residencia en la capital centroamericana.

Vivía, según dicen, despojado de toda posesión material y siempre al borde de la miseria. Este relato de pobreza autoimpuesta y aislamiento del orden social imperante a su alrededor tiende, sin embargo, a soslayar más de la mitad de su vida adulta, sus años como funcionario o como padre de familia y esposo, su vida fuera de la literatura. Nacido en Guatemala en 1924, vivió ahí hasta los seis años que se trasladó con su familia a Granada, Nicaragua, donde recibió una formación privilegiada de manos de los jesuitas. Ya en su adolescencia era reconocido como poeta por sus contemporáneos, mayores que él en edad y oficio, y entre otros obtuvo la atención y guía de poetas como Joaquín Pasos, José Coronel Urtecho o Ángel Martínez Baigorri.

Antes de cumplir 30 años publicó el que sería su único libro en vida: La insurrección solitaria, editado en México en 1953, a su regreso de una estadía de varios años en Europa, adonde había llegado becado a estudiar en España. Tras este poemario larga y hartamente celebrado sobre todo en los círculos especializados, el poeta se negó a enviar a imprenta su obra posterior y este silencio editorial —no obstante, interrumpido eventualmente en alguna revista o recital— contribuyó a alimentar ese mito insidioso de poète maudit que él mismo ayudó a inventar en torno a su figura. Uno de estos libros inéditos fue leído parcial o totalmente por el propio Martínez Rivas en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua en septiembre de 1984, según relata Pablo Centeno-Gómez, editor de su Poesía reunida publicada en 2007, casi una década después de la muerte del poeta.

Estatutos de la pobreza y otros asuntos con ella relacionados ―que en el volumen póstumo referido, publicado en Managua por Anamá, aparece entre las páginas 367 y 397― contiene veinticinco poemas escritos, en su mayoría, a principios de la década de 1980 y es ubicado por Centeno-Gómez en la segunda parte de Allegro Irato, título que llevaría la obra total escrita por Martínez Rivas tras su Insurrección… Hay en ellos una visión muchas veces «antropologizada» —y como por encima del hombro— del que se propone como tema central la pobreza, cuyos sujetos son vistos por el poeta como seres alienados e incapaces de tomar consciencia de su propia condición social. Así queda manifiesto, por ejemplo, en «Eros local», donde una verdulera descrita como «alta y aguileña/ y curtida» estaría condenada a morir sin que nadie, «ni ella/ misma», repare en su propia belleza; o igualmente en «Canastas», donde el hablante lírico describe a unas «mujeres viejas y voluminosas» que pasan todos los días frente a él «amontonadas/ en el depósito trasero de camiones» y que, «igual ahora hasta morir antes que nazcan,/ no conocerán de la vida más que eso».

Hay también un retrato poco amable de la gente pobre en otros textos de la misma serie, como «Chicanos» o «Entrevistando zonafrancos». El primero habla, en breves versos de arte menor, sobre «Los pobrísimos/ matrimonios» que bautizan a sus niñas con nombres «como CYNTHIA!» para volver luego a la «miserable lucha». En el segundo se narra la tragedia de un albañil alcohólico que viola a una niña de seis años y tras purgar condena en la cárcel busca a la mamá de esta, se asocia con ella para matar a su marido, huyen juntos al monte donde viven amancebados, tienen una hija a la que el mismo hombre viola, embarazándola y luego haciéndola abortar. El poema, en veintiséis versos anisosilábicos no rimados, usa como estrategia discursiva la mención a un periodista nicaragüense muy conocido en la época, a quien el albañil habría confiado su vida. Un poco nos recuerda la nota roja de los telediarios que exponen las desgracias de la gente menos pudiente: en la alquimia social, la invisibilidad cuesta mucha plata.

La idea de proponer unos «estatutos» para la condición de vida de las personas desposeídas de toda riqueza material, como si esta realidad necesitara regularse y no combatirse, hace pensar en la idealización de la pobreza a la que tienden las clases privilegiadas y en particular los intelectuales. «En 1980, a mi regreso de Francia —cuenta Pablo Centeno-Gómez, hablando de Martínez Rivas—, definitivamente me cautivó y me identifiqué con su marginalidad genial, su fabulosa pobreza franciscana, su compasión por los enlevés de toute espoir (los desalojados, arrebatados de toda esperanza)…» La adjetivación de la pobreza, en este caso fabulosa y franciscana, nos recuerda un poco aquellos pantalones despintados y rotos que por varios dólares compra la gente rica en los centros comerciales. El propio poeta, seguramente consciente de que su falta de capital monetario se compensaba sobradamente con su capital simbólico-cultural, hace una «Pregunta» casi al inicio de su serie (lo copio tal cual):

Cuándo escribir “De la Pobreza”

estando pobre ¿a qué horas? ¿Cómo acerca

de ella, en la riqueza? Sin respuesta

¿Quién es Carlos M-Castro?

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