Refugio nacional Gandoca-Manzanillo (treinta años después)


Anacristina Rossi_ Casi literalEsta historia empieza de forma muy personal. Pero no es personal.

Aprendí francés desde los seis años, pues todos los chicos y chicas de mi familia materna debíamos ir a clases con unas tías que habían perdido todo su dinero por culpa del banco donde lo tenían. Debíamos ir a clases de francés con ellas para que pudieran comer.

Después de aprobar los estudios generales en la Universidad de Costa Rica le dije a mi padre que quería ir a vivir a Francia, donde la universidad es gratis. Entré a París III (Sorbona Nueva) y vivía en un albergue estudiantil. Como el año universitario francés es corto, recorrí toda Europa y partes de Asia con mis amigas francesas. Sí, ese mundo a finales de la década de 1970 tenía pocos peligros. El Egeo lo surcaban solamente embarcaciones pequeñas y en Creta no había hoteles, sólo pensiones.

Después de vivir doce años en Francia regresé a Costa Rica. El primer lugar que visité fue el Caribe Sur. Era un paraíso porque los afrocostarricenses sembraban cacao y dejaban doscientos metros de bosque primario costero para que el rocío de las olas no marchitara la flor del cacao. Por eso había sido declarado bosque protegido: el Refugio nacional de vida silvestre Gandoca-Manzanillo. Allí pedí una concesión en la zona marítimo-terrestre (no puede haber propiedad porque es del Estado) y construí una casita sin cortar un solo árbol. Tenía bosque adelante y bosque atrás. Allí pasaba ciertos fines de semana y recibía la visita de los osos caballos (oso hormiguero gigante, hoy extinto en Costa Rica).

Y una tarde, en Manzanillo, me dije: «Conozco la bella Europa y partes muy preciosas de Asia, pero este lugar, sin duda, es el más hermoso sobre la tierra». Nos dormíamos oyendo las olas. Mi hija menor aprendió a surfear de forma segura, protegida por la barrera de coral (lo que los afrocostarricenses llaman «el arrecife offshore»).

Refugio Nacional de Vida Silvestre Gandoca-Manzanillo, Limón, Costa Rica_ Casi literal_ Foto propiedad de Enriqueta Flores Guevara

Hasta que un día todo cambió. Amaneció con ruido de motosierras: estaban talando el bosque de atrás. Salí corriendo a preguntar y una francesa me enseñó los papeles: tenía permiso de la Municipalidad para hacer cabinas y un bar discoteca.

Me horroricé y en los días siguientes me di cuenta de que no era solamente detrás de mi casa: también estaban urbanizando las playas del Refugio Gandoca-Manzanillo.

Junto con otras tres mujeres di una lucha y escribí una novela sobre esa lucha: La loca de Gandoca. Al menos logramos detener la destrucción de los principales bosques y manglares. Pero los empresarios, a pesar de que acataron las órdenes de no urbanizar, seguían insistiendo y se mostraban amenazantes.

En la Navidad de 1994 murieron cuatro ambientalistas de San José tras ganar una lucha titánica en el golfo Dulce, en el Pacífico Sur de Costa Rica. Tuve miedo. Pedí una beca y salí del país cinco años. Cuando regresé, ambientalistas y empresarios nos vimos enfrentados en una lucha contra la explotación petrolera. La ganamos. Pero entonces los empresarios volvieron a mostrar sus garras. Me sentí muy amenazada, pues los vi dispuestos a todo.

Un día vendí mi casita y no volví más al Caribe Sur.

Ahora, treinta años después, una nueva generación de ecologistas denuncian que los bosques del Refugio Gandoca-Manzanillo están siendo arrasados. En esta lucha no me voy a meter mucho —pienso que debe haber un relevo generacional—, pero me produce una reacción ambigua porque por un lado me alegra y me sorprende que esos bosques y humedales se hayan podido conservar durante treinta años, pero por otro me pregunto si esta vez será posible protegerlos.

No lo sé.

[Las fotos usadas en este artículo son propiedad de Enriqueta Flores-Guevara]

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