Dinosaurios y laberintos: una mirada


Pedro Crenes Castro_ Casi literal«Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí», dijo Augusto Monterroso. Y no le ha faltado razón nunca porque «El dinosaurio» como motivo literario se ha convertido en disparadero de la gran literatura que se ha hecho en América desde mediados del siglo pasado y lo que llevamos del siglo XXI. «Disparadero» para hacer diana o disparando desde él para crear. Monterroso, junto con otros grandes de la literatura como Guillermo Cabrera Infante, Juan José Arreola, Jorge Ibargüengoitia, Elena Garro, Carmen Martín-Gaite y otros tantos, se cruzan —queriendo sin querer o sin querer queriendo— con Julio Cortázar y la literatura argentina, experta en laberintos.

Desde esta esquina, parece que hay en el barrio de las letras hispanoamericanas un cruce entre los lúdicos del norte y del centro con los laberínticos (también lúdicros, faltaría más) del sur —dinosaurios y laberintos—, para construir una literatura densa desde el juego muy serio de la creación literaria. Y aunque mucha crítica europea, anglosajona y sus replicantes en nuestra propia América ha pretendido servir en textos académicos un bloque homogéneo de creadores, la historia de la lectura ha demostrado que lo único que nos vincula es la lengua y la tragedia.

Esta mezcla arbitraria e imperfecta, como todo arte, es una línea de lectura que podemos experimentar; una suerte de posibilidad hermenéutica de nuestras letras con el propósito lúdico de perseguir nuestras circunstancias por medio de la obra de nuestros escritores, desde «su» punto de vista. Como hemos dicho en alguna ocasión: «Un motivo (del punto de vista) quizás sea “hacer ver al lector”, lo que no deja de ser una soberbia no reconocida. No escribimos sólo por placer, por onanismo estético, necesitamos del “otro”, del que se asoma. Miramos “desde aquí” para que los demás pasen y vean, para que se asombren o se rían, para que se vean desde la alcantarilla. Escribir es una manera de mirar, es un modo de “hacer ver”, aunque nos hagamos los inocentes».

La clave de ese híbrido norcentrosuramericano es Los Reyes, de Julio Cortázar, primer libro publicado con su nombre —una aceptación de su literatura—, en la que propone los elementos del «juego»: un laberinto (muy borgeano, para dejarlo atrás o renovarlo) en el que mete a un «dinosaurio» (léase lúdicamente), el Minotauro (del que Ariadna se enamora), volando las reglas del juego griego, trazando una rayuela desde la que los nuevos lúdicros han conseguido hacer y hacer que se haga más literatura. El juego sigue allí al despertar: los Cronopios campan a sus anchas.

La transformación constante de las reglas del juego cortazariano, mezclada con la perspectiva ultrabreve de Monterroso, ha propiciado espacios de creación literaria que siguen con una robusta vigencia hoy. No es el mero copiar la fórmula, sino criticarla y deconstruirla; pero siempre huele, fragancia o tufo, a aquellos momentos fundacionales de nuestras literaturas que nos permiten leer, como enseñaba Ricardo Piglia, mejor a nuestros predecesores: «La literatura produce lugares y es allí donde se asienta la significación».

Desde esta esquina pretendemos darles cuenta de todo esto. Y más.

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