Hace pocos días escribí sobre el impacto negativo que causa en las niñas de nuestro tiempo el crecer con juguetes informes construidos de apariencia humana “perfecta”, porque violentan y condicionan la percepción real de la belleza. La indignación que me produce el presenciar las perjudiciales consecuencias de escoger este tipo de juguete es hiperbólica. Ese mismo sentimiento aunado a muchos otros encontrados, es la razón por la cual extenderé mi postura crítica y opositora al amplio tema de la manipulación de las niñas por medio de los juguetes y la televisión. A causa de esa postura tan radical, advertí que se me estaba olvidando mencionar otro lastre igual de dañino que las muñecas de bisturí. Me refiero a las princesas de Disney.
En mi experiencia como bibliotecaria me he dado cuenta de la debilidad tremenda que tienen las niñas que rondan los seis y los ocho años por estos personajes animados que se han filtrado exitosamente en la literatura instalándose incluso en una clasificación de literatura para niñas. Aparte de la televisión y los libros, estas princesas están en todos lados: en los útiles escolares, en los pasteles de cumpleaños, en los juguetes e incluso en la ropa, zapatos y demás elementos.
Pese a que en los últimos años Disney ha presentado una propuesta diferente de princesa, la vieja escuela está construida con base de roles estereotípicos y anacrónicos. Sin afán de enfilarme en el feminismo radical, el asunto de las princesas de Disney también me molesta de sobremanera y explicaré porqué; pero antes aclaro que no tengo nada en contra de los dibujos animados ni en contra de la idea de las princesas como personajes fantásticos, y mucho menos con la visión que tengan los padres con respecto a sus hijas en este sentido. Estoy segura que para todo padre de familia, una hija representa no menos que un tesoro. Atrevidamente afirmo que para la mayoría de padres, una hija representa un ser inmaculado, puro e inigualable, y es enmarcándolas en este arquetipo como inocentemente demuestran su desbordante amor.
Todo esto está muy bien hasta el momento en el que la niñez se acaba y la pubertad comienza a abrir los ojitos de las pequeñas doncellas. Suenan las doce y la carrosa se convierte en calabaza. Entonces las adolescentes ya no son princesas (de hecho nunca lo fueron) y darse cuenta de esto las golpea fuertemente. Un trago amargo completamente innecesario, pero mientras la adolescencia y sus conflictos se instalan en las niñas, el tiempo pasó y las niñas nunca tuvieron suficientes recursos que les permitieran conocer sobre mujeres reales con logros históricos que alteraron positivamente la sociedad en la que ellas mismas viven y se desarrollan.
Las niñas que nunca conocieron sobre Gabriela Mistral (premio Nobel de literatura 1945), pero se aprendieron de cabo a rabo la historia de La Bella Durmiente. Las niñas que aprendieron a vestir pantalones, pero ignoran que en la década de los sesenta Coco-Chanel revolucionó el mundo de la moda adaptando una prenda indiscutiblemente masculina como los pantalones a la curvilínea figura de la mujer; y lo hizo no sólo con el afán de dar libertad de movimiento para las mujeres, sino también para marcar la igualdad de derechos de hombres y mujeres en cuanto al atuendo. Así como ellas, hay una interminable lista de mujeres que derribaron muros paradigmáticos. Mujeres que lograron que hoy por hoy todas nosotras gocemos del privilegio del universo de las artes y las ciencias de todo tipo, que ejerzamos el derecho al voto, que ganemos nuestro propio sustento y que reivindiquemos nuestro papel en la sociedad más allá de la cocina y del espejo. Estas son las mujeres en las que hay que fijarse. Nadie dice tampoco que las madres de familia (amas de casa) que criaron a las últimas diez generaciones no fueran mujeres en las que hubiéramos de encontrar valores y virtudes dignas de calcar, sino todo lo contrario. Nuestras madres vivieron guerras, desastres naturales, se criaron rodeadas de machismo radical y contaban con menos opciones.
Pero en algún momento tenemos que dar el primer paso. ¿Por dónde comenzar? Por brindar opciones. Tampoco castiguemos ni juzguemos la elección de las princesas. Hacerlo no ayuda. Si acaso perjudica, pues castra. Validemos y celebremos los gustos de las niñas pero ampliemos sus alternativas, compartamos con ellas lo que sabemos sobre mujeres reales (artistas, madres, científicas, economistas), para que ellas tengan la última palabra. No se trata de cambiar su forma de pensar de tajo; más bien de ampliar, como ya lo dije, sus opciones.
¿Dónde encontramos recursos? En nosotros mismos. Es necesario reconocer lo positivo de ser mujeres, y no por razones que la moda o la cosmetología validen. Si no lo hacemos por esto, tampoco llegaremos muy lejos. Hay opciones más didácticas, y para quienes deseen conocerlas, comparto esta propuesta literaria.
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Lo de la cultura de las princesas me ha parecido desastroso para las niñas, no solo porque las condena a cumplir el estereotipo, sino también porque las hace verse como seres frágiles y desvalidos. Por cierto, tocas un punto que me parece interesantísimo: el de Coco Chanel, que adaptó los pantalones a las curvas femeninas, con el ánimo de dar igualdad de derechos entre hombres y mujeres. Pienso que falta también un Coco Chanel masculino, que adapte el uso de prendas femeninas a las líneas masculinas; y aunque en la indumentaria masculina ya hay muchos rasgos femeninos (se me ocurren los pantalones de cintura baja o los zarcillos) no se ha dado un salto cualitativo como el que dieron las mujeres sin que se caiga en prejuicio machista. Recuerdo que hace 15 años se pusieron de moda para hombres unas faldas pantalón (moda efímera, está de más decirlo), y cuando un estudiante lo llevó al colegio donde trabajaba solo recibió las burlas de sus compañeros.