Galileo bajo juicio


Rodrigo Vidaurre_ perfil Casi literalEn la Edad Media, la Iglesia imponía sobre Europa un oscurantismo que frenaba el desarrollo científico. Los librepensadores tenían que callarse porque la verdad sólo podía buscarse en la Biblia y las encíclicas. Tras más de mil años de ignorancia Galileo descubre que la Tierra gira alrededor del sol y alza su voz. La Inquisición le ordena al astrónomo abandonar su teoría, so pena de muerte. Él lo hace, no sin antes murmurar un último desafío apócrifo a los enemigos de la ciencia: «Y sin embargo [la Tierra] se mueve».

No recuerdo la primera vez que escuché esa historia; pudo haber sido en la primaria o en la secundaria, de boca de algún adulto que se presumía fidedigno. La última vez que la escuché fue hace unos días, lo cual demuestra lo vigente que sigue siendo. Es una historia vieja, popular y, en su mayor parte, falsa.

Antes de Galileo, un canónigo católico llamado Nicolás Copérnico propuso el modelo heliocéntrico como alternativa al geocéntrico de Ptolomeo. Su último libro, De revolutionibus orbium coelestium (1543) fue publicado tras la insistencia del arzobispo de Capua y del obispo de Varmia. Esta publicación causó revuelo, no tanto con la Iglesia —que incluso llegó a enseñarlo en sus universidades— sino con el establishment científico de la época.

Fue casi medio siglo después que Galileo Galilei, valiéndose de la invención del telescopio, terminó de sacudir los cimientos de la cosmología aristotélica. Entre otras cosas, observó las fases de Venus, lo cual sugería que este giraba alrededor del sol. Muchos astrónomos rechazaron sus descubrimientos, mientras que otros, como los del colegio jesuita de Roma, los confirmaron con aprobación.

Esto demuestra que la Iglesia medieval estaba abierta no solo a la indagación científica sino también a las revolucionarias observaciones de Galileo. Solo existía entre ambos un punto de discordia: el Vaticano sostenía que el heliocentrismo debía de ser tratado como una simple teoría, mientras que Galileo insistía que se trataba de un hecho físico incuestionable.

Pero contrario a la creencia popular, la insistencia de la Iglesia de que no se enseñara el heliocentrismo como una verdad absoluta no estaba basada solamente en el dogma cristiano ni mucho menos en el orgullo humano, sino en la falta de evidencia. De hecho, Roberto Belarmino, el principal teólogo del Vaticano en la época de Galileo, dijo que de existir evidencia irrefutable, la doctrina geocentrista de la Iglesia debería reinterpretarse. Aunque Galileo hizo desesperados intentos por alcanzar dichas pruebas, el desconocimiento de la fuerza de gravedad se lo hizo imposible; nunca fue capaz de responder preguntas fundamentales como por qué el paralaje estelar no era observable.

Es verdad que la Iglesia llegó a sobrerreaccionar al encontrar a Galileo «vehementemente sospechoso de herejía», sometiéndolo a arresto domiciliar por el resto de su vida. La gota que posiblemente derramó el vaso fue cuando, en sus cartas a Benedetto Castelli y Cristina de Lorena, Galileo especuló sobre una reinterpretación de la Biblia. Predeciblemente, una Iglesia que se encontraba en plena Contrarreforma, combatiendo la aseveración protestante de que cada individuo puede interpretar la Palabra de Dios a su criterio, no tendría paciencia para tales especulaciones.

El punto no es hacer apología de la Iglesia, la cual claramente —y como lo declaró Juan Pablo II en 1992— cometió un error. El punto es matizar un mito fundacional de secularismo moderno y desmentir tres visiones populares: que la Iglesia no promovía la indagación científica, que el magisterio no estaba dispuesto a modificar su doctrina a la luz de nuevos descubrimientos, y que a Galileo se le censuró por descubrir una verdad irrefutable.

Corregir estos errores nos permitirá entender la postura de Santo Tomás Aquino de que la fe y la razón, propiamente concebidas, nunca pueden estar en conflicto.

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