Alguna vez trabajé en un potingue de organización que se viste de progresismo. Sus administradores se negaron a registrar a mi hijo en el sistema de salud social como lo establece la ley civil porque la ley divina detesta a las familias homoparentales. Ha sido el único lugar en el que he trabajado donde tuve que escuchar a una colega escupir discursos transfóbicos a todo volumen. No eran comentarios al aire. Mira que el potinguero tiene claro que la política pública se construye desde los imaginarios y no desde lo biológico.
Trabajé allí por dos años. Me quedé callado, cobrando mi chequecito. Yo, hombre gay, fui parte del sistema que oprime a las personas LGBTIQ+.
No todos caemos en la trampa de miel del chequecito, pero yo sí. O puede ser que mi ombligo aún cree que no merezco los mismos derechos que las personas heterosexuales. O puede ser que para no arriesgar una relación profesional estoy dispuesto a aguantarme discursos anti-trans. O puede ser que a esta larga edad todavía tengo lapsos extendidos de homofobia interna. Y no corté ese vínculo por heroísmo o convicción. Algunas personas tenemos esposos con ahorritos que pagan los frijoles mientras cambiamos de trabajo, pero no todos tienen esa fortuna. El chequecito, en un país como Panamá, no es un lujo. Es una cadena de miel quemada en las muñecas de las manos.
Hace unos meses, en Panamá, la Asamblea aprobó una ley declarando junio el mes de familias compuestas por papá y mamá. Junio, cuando celebramos a las personas LGBTIQ+ y protestamos por un mundo menos atroz. ¿Cuántas personas LGBTIQ+ en la Asamblea se quedan calladas sabiendo que esa ley mantiene viva la ignorancia y aumenta la violencia hacia las personas de la diversidad sexual?
Y va más allá de Panamá. Hace poco dos organismos deportivos internacionales anunciaron que no permitirán que atletas trans participen en ciertos torneos de élite. ¿Cuántas personas que trabajan en estos organismos tienen claro que el discurso y medidas anti-trans atacan los derechos humanos de todas las personas? ¿Cuántos lo saben y, por el chequecito, viven calladitos?
¿Cuántos saben y callan que hace mucho dejamos atrás la creencia medieval de que tus derechos están garantizados por tu existencia biológica? ¿Cuántos reducen estos temas a consideraciones de cromosomas y hormonas a pesar de entender que nuestros derechos están relacionados a nuestra existencia social? ¿Cuántos insisten en excluir a las personas trans sabiendo que vincular los derechos a una visión harinosa del naturalismo pavimenta el camino a proyectos de perfeccionamiento genético? ¿Cuántas personas lo hacen a pesar de saber de los recorridos tortuosos de personas trans por escuelas binarias, por sistemas de salud donde los doctores rezan a su dios antes de empezar la jornada, y por laberintos policiales que marcan con fuego en la frente a las personas más marginadas?
¿Cuánto dejamos de hacer encadenados a un chequecito?
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