En 1996 recibí mi primer premio literario nacional en Panamá por De mangos y albaricoques, una obra sobre la salida del armario de un joven llamado Fabricio. Sé por boca de Isaac Chocrón, dramaturgo venezolano (homosexual) que formó parte del jurado, que recibí el premio por su gestión. Los jurados panameños (heterosexuales) preferían no apostar por una obra gay. Luego de dialogar sobre las posibilidades universales del texto, el jurado otorgó su fallo unánime a favor de la historia de Fabricio. Si su nuevo montaje a finales de junio de este año en el Teatro Nacional, dirigido por Albeniz Herrera, será considerado pecaminoso por muchos, a finales del siglo veinte De mangos y albaricoques era una aberración con h mayúscula.
He recibido ese mismo premio en cuatro ocasiones gracias a ese diálogo que Chocrón inició. He tomado clases de actuación en Panamá, en la Florida y en Londres —no para convertirme en actor, sino para intentar ser mejor dramaturgo—. Fui catedrático de teatro y performance en la Universidad de Leeds, en Inglaterra. He tenido el placer de trabajar con varios maestros del teatro panameño. Mis obras se han montado en Chile, España, Costa Rica, Belice y el Reino Unido… Lo que quiero decir es que entiendo un poco de teatro.
Entiendo, por ejemplo, que existe una tensión injustificada entre dramaturgo y director. Veía con curiosidad y pesar cómo mis estudiantes de teatro y performance se habían creído el mito de que el texto es el enemigo de la creatividad y el director está allí para matar al dramaturgo.
En 2016 viví esa odontológica tensión entre director (el heterosexual Diego Fernando Montoya) y dramaturgo (yo, homosexual) durante el montaje de El mito de la gravedad. En ese proceso mi voz fue silenciada. Quedé fuera de los ensayos. Quedé sin espacio en los diálogos sobre los profundos cambios que se hicieron a la trama y el tono de la obra. Entiendo que el director es el que toma la decisión final, pero estando en los primeros ensayos, hubiese preguntado por qué el texto estaba siendo ahogado con tantos recursos innecesarios y paralelos. A la posible respuesta de «el texto no funciona» hubiese respondido, en mi mejor tono de pajaritos colaborativos preñados, «trabajemos juntos para hacerlo funcionar».
Pero me enteré de la sacadera masiva de muelas del texto el día del estreno de la obra. Al ver cómo el montaje de un texto que explora la lucha de dos mujeres por sus derechos humanos se enfocaba en los cuerpos casi desnudos de las cinco actrices, comencé a pensar que el tema no era la falta de diálogo y en realidad era un caso de homofobia disfrazada de recursos de teatro. Cuando vi que la relación romántica entre las protagonistas de El mito de la gravedad había sido completamente borrada, me puse a llorar.
De todo se aprende. Del director homofóbico me quedó claro que además de haber tomado clases de actuación debí haberme inscrito en cursos de derechos de autor y tener las herramientas para demandarlo. O para ponerlo bien Paulo Coelho, no hay mejor manera de iniciar un diálogo que con claras reglas del juego.
Seis años después de una de las más grandes decepciones que he experimentado como dramaturgo estoy dirigiendo El mito de la gravedad para estrenarla este julio. Escribo y reescribo este texto que usted lee como parte del proceso de limpieza bucal y mental por la que debo pasar para superar la carie de la homofobia. Tanta microagresión a veces me nubla los ojos, me ahoga y me tumba. A la vez, tanta homofobia me motiva a seguir replanteando desde el teatro no solo historias de familias y relaciones humanas, sino también a proponer formas cuir/queer, colaborativas y disruptivas de hacer teatro que tengan como fundamento una profunda empatía por todo lo humano en todas sus multitudes y en todas sus manifestaciones.
[Foto de portada: Ana Sofía Camarga]
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