Delirio, la novela de la colombiana Laura Restrepo, combina residuos de realismo mágico con el emergente individualismo literario latinoamericano para narrar la historia de los que observamos al mundo desde la distancia. Luego de presenciar terribles actos de violencia y descubrir un secreto que devela miles otros, Agustina desaparece. Aguilar, su esposo, hace todo lo posible para encontrarla. Cuando lo logra, busca descubrir las razones del pesado silencio y completo distanciamiento de la realidad de su adorada Agustina. Un día, al tenerla de vuelta en casa, ve cómo la lengua de su esposa está llena de úlceras, producto, quizá, de haber sufrido quemaduras.
«Agustina saca su lengua malherida y se deja poner la panela con docilidad de animalito apaleado, pero por mucho que le pregunto cómo se hizo semejante barbaridad, no explica nada». Una de las tantas explicaciones de este delirio llega de boca de una de las tías de Agustina: «Perdona a tu mujer, muchacho, ella lo que tiene es dolor y lo disfraza de indiferencia».
He leído Delirio en repetidas ocasiones, siempre encontrándole diferentes tonos. Mi más reciente acercamiento coincide con la noticia, la semana pasada, de la inmolación de Wynn Alan Bruce, un fotógrafo budista de 50 años. Wynn había estado planeando esta acción por más de un año para que coincidiera con el Día de la Tierra, que se celebra cada 22 de abril desde 1970. Según los pocos reportajes en medios de comunicación masivos, el ambientalista tomó inspiración de acciones similares de monjes budistas en Vietnam durante la vil guerra con la que Estados Unidos acribilló a más de 3 millones de personas. Su budismo lo orientó no solo a meditaciones para conectarse con su ombligo, sino también a entender la diferencia entre el delirio y la valentía.
Ante tanta violencia, corrupción y decepción, muchos latinoamericanos tomamos el camino de la indiferencia de Agustina. Aturdidos pretendemos que la realidad es como la pinta Coelho. Ante los preocupantes cambios de temperatura y de patrones de lluvia, preferimos quemarnos la lengua y permanecer callados.
Del budismo, Wynn aprendió que la inmolación no es una forma de suicidio. Quizá esta asociación con este último tabú es lo que confine a los que cometen estas acciones a la invisibilidad histórica. A finales de la década de 1970 el panameño Leopoldo Aragón se inmoló en respuesta a las negociaciones de los tratados con Estados Unidos que eventualmente regresarían la soberanía territorial a Panamá. Su llamado por unos tratados que no colocaran a su país bajo el manto del Pentágono fue enterrado por los periódicos de ese entonces y hoy es poco conocido entre los panameños.
La enseñanza budista de puño y letra del padre del mindfulness, Thích Nhất Hạnh, indica que «quemarse con fuego es probar que lo que uno dice es de suma importancia. (…) Decir algo mientras se experimenta este tipo de dolor es decirlo con la mayor valentía, franqueza, determinación y sinceridad. Expresar la voluntad quemándose, por lo tanto, no es cometer un acto de destrucción, sino realizar un acto de construcción».
La lengua quemada de Agustina no es señal de valentía, sino de su incapacidad de accionar y el dolor de vivir desde la indiferencia. Su delirio termina como película de Julia Roberts a principios de siglo: la protagonista enfrenta su pasado y es salvada por el amor de un esposo excepcional. Agustina supera la crisis a pesar de tener poco que plantear acerca del caos social que la rodea, pero sí mucho que decir sobre la felicidad que se encuentra en el amor romántico.
La inmolación de Wynn Alan Bruce sí está repleta de valentía. Escribo este texto para que nos recuerde que sus muy simples palabras finales son dolorosamente vitales: «Esto no es humor. Se trata de respirar. El aire limpio es importante».
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