Noviembre y diciembre fueron meses de enjambrados compromisos laborales durante el día, lo que inevitablemente me llevaba a llenar mis noches de Netflix. Con menos trabajo remunerado en enero la mente tenía espacio para el trabajo literario. Fue así como dejé el control remoto a un lado y me sumergí en uno de esos libros considerados clásicos por esos a los que les pagan para realizar ese tipo de consideraciones: El Buscón, de Francisco de Quevedo.
Si las más de 400 anotaciones al pie de página no fueron suficiente para desarmarme el alma, la culpa de no disfrutar el ritmo y juegos de palabras del texto me pateaba la cara cada vez que volteaba la página. Cuando finalmente encontré cómo balancearme en la telaraña que sostiene esta novela me percaté de cómo todo ha cambiado desde el siglo XVII y cómo todo sigue igual.
El criado Pablos, el desgraciado protagonista de El Buscón, solo quiere una cosa: una vida mejor. Pero superar los crímenes de su padre y las indecencias de su madre representaría romper con el sistema de clases sociales que sostiene a los poderosos españoles de la época. Entre tantas irreverencias que comete Pablos, querer convertirse en caballero es una que Quevedo no está dispuesto a perdonarle. Son dos veces en las que el pobre Pablos intenta montarse sobre un caballo, señal de gran caballero, solo para caerse de manera estrepitosa. Su gran soñada entrada en la Corte no atrae riquezas ni honor. Dios los crea y ellos se juntan, y Pablos casi inmediatamente comienza a enlodarse con personas que huelen a apuestas, deudas, compra de mujeres y asesinatos.
No importa lo que hiciese: Pablos no podrá ser esa fuerza disruptiva que acabe con la desigualdad de la corona española. Por si su mensaje no fuese claro, la última página de la obra declara que por más que cambies de residencia o de ropa, jamás podrás cambiar tu cambia. Aún más tajante para nuestra sociedad de mercado de hoy resulta la sentencia de que por más dinero que recibas, tu pasado determina tu futuro.
Mientras Pablos iba entre un pueblo y otro me vino a la mente el peregrinaje descrito en El Alquimista, de Paulo Coelho. Confieso haberme negado a regresar al texto del lusófono para escribir lo que ahora leen, pero sí retengo lo suficiente de esa amarga experiencia como para recordar que se trata de un pastorcito que va de sitio en sitio buscando un tesoro. Al final, el protagonista descubre que el tesoro siempre estuvo, no sé, en el patio de su casa o dentro de él o en el estómago de una de sus ovejitas.
Al final no importa dónde esté el tesoro. Lo que cuenta en las novelas del autor brasileño es la sustentación de la ideología de la desigualdad. Si quieres cambiar, nos dice Coelho con un poquito más de esperanza que Quevedo, entonces no hagas nada. Solo encárgate de tu desarrollo personal. Edúcate. Pórtate bien. Cómete toda la comida. Si quieres cambiar no gastes tu tiempo tratando de ser esa fuerza disruptiva que señala que el gran problema de la desigualdad no está en las decisiones personales, sino en las colectivas. Calladito y calmadito, el sistema te recompensará. Y la recompensa es saber que hiciste lo correcto sin importar los millones en pobreza ni la decena de monstruos en el poder.
Al cerrar ambos libros, el de Quevedo en el siglo XVII y el de Coelho a finales del siglo XX, el lector mira al cielo, le agradece a Dios por haberle regalado lo poquito que tiene y se compromete a nunca cometer los errores sediciosos de Pablos o del pastorcito.
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