La tarde comenzaba a caer. Logré reconocerlo por las luces de una autopista solitaria que se veía lejana a través de una pequeña ventana. El teléfono y esa ventana era nuestro único contacto con el mundo exterior. Para entonces, las personas que me acompañaban en aquel encierro parecían más resignadas. La chilena había dejado de llorar y platicaba con más animosidad. Según contó, estaba casada con un español y llevaba ya tres años viviendo en España. Había salido de vacaciones para Suiza y a su regreso ya no la habían dejado entrar. Ahora la devolverían, ni siquiera a su país natal, sino a Suiza. Un asomo de puchero se dibujaba de nuevo en su cara.
A esas horas del día yo estaba ya curtido. No había dormido nada, pero luego del incidente desagradable con los policías de migración el sueño se había espantado. Lo único que quería era que el tiempo pasara volando para salir de esa pesadilla lo más pronto posible.
−Por lo menos nos deberían de sacar a dar una vueltecita –se le ocurrió decir a mi compatriota. Como si nos tuvieran allí en un hotel de cinco estrellas, dispuestos a cumplir nuestros deseos y antojos.
A eso de las seis de la tarde, se apareció la trabajadora social y nos fueron llevando por turnos a una salita, donde nos esperaba con una lastimera risita hipócrita de pena, como quien dice: “no se preocupe, todo va a estar bien”. Mientras llenaba una ficha, me hacía las preguntas de rutina: “¿Nombre?”, “¿apellidos?”…
−Beteta…
−¿Beteta?… ¿Eso con que b va? …
−Labial…
−¿Esa cuál es? –Me le quedé viendo fijamente mientras con la mirada le subrayaba que era una imbécil.
−¡Y eso que estamos en Castilla! Con b de BURROOOOOO.
De nuevo sentí esa su mirada de odio racista. Siguió en lo suyo, pero tuvo que desquebrajar esa su sonrisita falsa.
Antes de retirarse, la trabajadora social preguntó si queríamos comprar algún artículo de primera necesidad. Yo pedí un shampú, un jabón, pasta de dientes, hilo dental y una rasuradora. Momentos después se apareció con todo, menos con el hilo dental y la rasuradora. Mientras revisaba mi pedido, ella me explicaba que no permitían el ingreso de nada que fuera amenazante, y dentro de esos objetos, se prohibía el ingreso de rasuradoras e hilos dentales. De nuevo la miré con desprecio:
−¿Y usted cree acaso que me voy a suicidar con un hilo dental o que me voy a cortar las venas con el shilet? ¿Y por ustedes?…
Me quedé en una antesala, donde había un televisor y una de esas máquinas que te cambiaban dinero por chucherías. Espejos por oro. Diez euros por una bagatela: una coca-cola y un snack. Lo único que le consumí a la bendita maquinita esa.
A ratos leía, a ratos prestaba atención a las noticias de CNN en español o un noticiero local, no recuerdo bien. Por lo menos, las malas noticias no eran para todos. Los únicos africanos que había en el grupo, unos marroquíes, se apresuraron ante una de las noticias: un avión que había salido de Barajas hacia Ceuta o Melilla, tampoco recuerdo bien, había tenido un aterrizaje forzoso debido al mal tiempo y a la nubosidad. Había algunos muertos y varios heridos. Los dos muchachos comenzaron a agradecer a todas sus divinidades, pues según contaron después, ellos tenían que abordar ese mismo avión, pero gracias a la detención no lo habían hecho.
A la hora de la cena, se apareció una mujer mal encarada y obesa acompañada de dos guardias con varias mesas desplegables. Nos fueron arriando como se espanta a las gallinas mientras montaban todo el aparataje. Me pidió que la ayudara mientras instalaba los burros de las mesas, pero la única respuesta que obtuvo de mí fue un silencio, mientras la miraba fijamente a los ojos con risa burlona. Por supuesto que la mujer comprendió que no la ayudaría y exclamó una de esas sonoras maldiciones españolas.
−¡Vienen a nuestros países y no saben de nuestras costumbres! –mientras tanto, yo seguía muriéndome de la risa en su propia cara.
Nos pidieron que nos sentáramos alrededor de la mesa para servirnos un arroz desnutrido e insípido. A mediodía nos habían dado un mejor almuerzo, pero esa porquería que nos dieron de cena era un asco. Aprovechando la primera oportunidad para expresar mi desprecio, exclamé:
−¡Y creen que esta porquería nos va a sustentar!
Se hizo un silencio expectante. Los guardias tuvieron que morderse los labios y la mujer me increpó:
−Pues es lo único que hay para comer. Si quiere se lo come.
−Pues resulta que ustedes me tienen aquí en contra de mi voluntad. Yo vine de vacaciones, no vine a comer mierda.
Me levanté y me fui directo a una de las habitaciones. Aquello me sirvió de excusa para poder buscar un lugar para dormir, pues estaba más cansado y, de milagro, me había mantenido en pie. Después de la cena no había ya mucho qué hacer, pues a las diez apagarían las luces. Lo último que hice antes de entregarme al sueño fue asegurar la mariconera con el dinero dentro de mi pantalón. De ahí no supe más de mí, hasta al otro día, a eso de las cuatro de la mañana.
Sin duda era el primero que despertaba. Estuve un rato más en la cama, mientras por la rendija de la celdita se colaba el haz de luz blanca de las lámparas de afuera, como si fuera la luz de un campo de concentración. En vista de que ya me sentía bien descansado y luego de verificar que el dinero aún permaneciera en su lugar, decidí adelantarme para bañarme. Los baños estaban en un pasillo que conducía hacia las oficinas de migración donde nos habían llevado. Por suerte había agua caliente, por lo que pude relajarme lo suficiente y recuperar las fuerzas que había perdido el día anterior.
Uno de los venezolanos me regaló un poco de gel y mientras me la aplicaba me decía:
−Ahora se te ve otra cara. Ayer nos habías dado miedo, pero luego nos caíste muy bien. Estuvo bien que no te dejarás. A nosotros nos dijeron que hoy nos regresaban.
Esa era la triste realidad. Una vez caías en esa ratonera, no había marcha atrás. Te regresaban, y lo hacían cuando a ellos se les antojaba.
A eso de las nueve de la mañana, pasó la trabajadora social avisándome que me preparara, que al mediodía me colocarían en un vuelo de regreso a casa. Había un guardia encargado de ir llamando a los que se iban. Cada vez que llamaban a alguien, la gente aplaudía, aunque a los policías no parecía caerles muy bien eso.
Poco antes de las doce me llamaron. Antes de irme, me pasaron a una oficina donde me devolvieron mis pertenencias. La oficial con actitudes hombrunas despachó mis cosas y me dijo un “hasta pronto” seco, tajante.
−Espero que sea un hasta nunca –le espeté−, porque a esta miseria de país no vuelvo.
Me llevaron custodiado hasta el asiento del avión. Sentí un poco de vergüenza, por las miradas de los otros pasajeros. Afortunadamente, el vuelo de regreso ni lo sentí, entretenido con mi lectura. Llegamos a México a eso de las cinco de la tarde y en la puerta del avión una de las azafatas, hasta ese momento, me devolvió mi pasaporte. El pasaporte tenía un sello casi al final donde se informaba que me habían negado el ingreso.
Llegué a Guatemala hasta eso de las ocho de la noche. Mi familia me había ido a traer al aeropuerto. Hasta ese momento tuve la sensación de que estaba en libertad. En mi casa tuve que contar, para amargura mía, toda la aventura.
Mis maletas no habían venido. Me pidieron que llegara al aeropuerto al otro día, pero solo una de ellas iba. La otra maleta llego quince días después, y eso, gracias a la gritada y sacada de madre que me fui a dar con los de las aerolíneas. Los de Mexicana me mandaban a las oficinas de Iberia y los de iberia a las de Mexicana. Mi carácter explosivo de aquel entonces agilizó la búsqueda, de lo contrario, la hubiera perdido.
A principios de enero, concerté una cita con el cónsul en la embajada de España en Guatemala. Me habían atendido unos empleados españoles que me hicieron recordar el trato abusivo de los policías de migración en Barajas. Y no solo conmigo, sino con las personas que iban a pedir información para viajar a la mal parida “madre patria”. Imaginé con cierto sabor de dulzura en la boca las veces que el mundo nos había tratado a todos los latinoamericanos como unos “hijos de puta”, y comprendí la razón de aquella expresión, porque sin duda, si España era nuestra madre, no teníamos opción de ser hijos de la mayor de todas las rameras.
Sin embargo, el cónsul sí fue muy amable conmigo. Hasta me dio la razón –claro que todo eso era una treta diplomática que no me creí− y me ofreció que harían una investigación. Sin embargo, me explicó que no tenía ningún problema, que aquella hoja que yo había roto no era una deportación, sino un papel con el cual yo podía hacer un reclamo en Guatemala para poder impugnar mi entrada. Igual, no tenía la menor intención de volver en mucho tiempo.
Un año se llevó la investigación. Al principio yo decidí no darle seguimiento. En octubre del año siguiente me fui de vacaciones a la isla de Cuba. Cuando volví a casa recibí un papel de la embajada española con los resultados de la investigación. Pero la famosa investigación había consistido en preguntarle al abogado de oficio si en realidad los policías me habían pegado, cosa que, como era de esperarse, él negó de manera rotunda. Al contrario, dijo que era yo quien me había exaltado, pero los angelitos jamás habían intentado siquiera tocarme un pelo. Además, podía impugnar todavía mi entrada al “reino español”, pero solo tenía plazo hasta el 30 de septiembre de ese año. ¡Vaya si hubiera querido hacerlo en realidad! La correspondencia me había llegado diez días después de la fecha en que podía impugnar. Pero todo aquello no me extrañó: esa era la forma como los lambiscones vasallos de su majestad el rey Juan Carlos −a quien solo el descarado y campirano de Hugo Chávez había puesto en su lugar− enredaban las cosas.
He de confesar que, durante los primeros dos años, tuve una cólera visceral contra el mal llamado “reino de españa”, así con minúscula, furor que se fue tornando en burla y sarcasmo hacia esa nación. Pero también aproveché esa bilis para expresar mis críticas más incisivas e hirientes para este pueblo encopetado y de falso orgullo patriota, grotescamente ridículo en su añoranza de la Gran Patria perdida de nuestras colonias. Comprendí, al final de cuentas, que su manera de actuar obedece precisamente a ese resentimiento y complejo de inferioridad que tienen por ser la patria derrotada y ninguneada de Europa, la cola de ese continente, y entonces comprendí que quizá el dolor de esta nación fracasada era peor que mi dolor personal, pues su pérdida había sido mayor y venía aplomándose por más de trescientos años.
Pasados muchos años, regresé a la tierra de Cervantes y no tuve ya ningún problema para entrar. De hecho, en medio del tiempo que duró mi rabia, traté no perder la objetividad, reconociendo también los hermosos aportes que este pueblo había dejado en América, entre ellos, su lengua; y los aportes que habían dado al mundo en arte y literatura. Conocer esta nación muchos años después me había terminado de confirmar que no todo era malo en aquel país. Una situación privilegiada los había hecho producir una identidad cultural a partir de su inigualable arte y expresiones populares. Parte de su orgullo nacional tenía fundamentos sólidos, sin duda. Sin embargo, ellos también tuvieron que agachar la cabeza luego de la tremenda crisis económica, que tan solo demostró su vulnerabilidad. Quisieron presumir con sombrero de primer mundo, y a la primera crisis cundió el pánico. Ellos volvieron de nuevo sus ojos a la aliada América, pero ya no con la arrogancia de los conquistadores, sino como perros con el rabo entre las patas. Quizá América Latina sería la tierra prodigiosa de oportunidades que su misma nación huérfana y casi despedazada les negaba. En fin, mi proceso de reconciliación con esta nación ha sido lento, y sin embargo, el tiempo me ha ido dejando un sabor de victoria al comprender mejor las miserias y desventuras de un Madrid que por muchos años fue víctimas de dictaduras fascistas. Sus miserias, sin duda, son mucho mayores la situación tan desagradable que un día viví en Barajas.
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