Los aedos del mundo moderno


LeoEn esta era de avanzada tecnología en el universo de las comunicaciones, donde ni siquiera tenemos tiempo para terminarnos de asombrar con los alcances de la cibernética porque ya viene galopando un ejército completo de novedades, el límite entre arte popular y arte destinado a masas se va diluyendo cada vez más, de modo que muchas de las expresiones consideradas “populares” han terminado absorbidas por enormes emporios capitalistas globales dedicados al entretenimiento y a la expresión naif de manufactura serial. Son estas corporaciones las que, a lo largo y ancho de todo el planeta, se han valido de elementos populares y regionales para marcar el modelo de uniformidad cultural imperante. Las diversas expresiones regionales tienen éxito en la medida que se logran adaptar a las exigencias de esa norma y se supeditan a un efímero mercado que crea productos con un tiempo de caducidad.

De ahí que el arte de masas, conocido de manera errónea como arte popular, queda reducido a su existencia de mero objeto de consumo y desecho. Como ocurre con cualquier mercadería, este producto sigue su propio ciclo de vida muchas veces determinado por el gusto cambiante y caprichoso de la masa consumidora que a su vez ha sido moldeada gracias a los mecanismos de control ejercidos por las grandes industrias del entretenimiento.

Estas reflexiones surgen, precisamente, a partir del gran revuelo que causó la reciente muerte del cantante mexicano Juan Gabriel, ángel y paria a la vez, amado por unos y odiado por otros, un divo fabricado exitosamente por la industria del entretenimiento para inmortalizarlo —en boca de Monsiváis— en las cumbres del parnaso y, al mismo tiempo, rebajarlo a los dantescos círculos infernales. En cualquiera de los casos, fueron esas industrias y no los aedos quienes configuraron la leyenda, el mito moderno, la telenovela que tanto necesita el hombre común para creer en algo, para dejarse deslumbrar y tener la certeza que, en su estrecho mundo, todavía es posible que existan héroes ─o antihéroes, como en el caso del cantautor─ a los que se pueda seguir en hordas.

No cabe duda de que estas industrias, a través de argucias mercadológicas de excesiva simpleza, han sabido tocar la llaga sensiblera de grandes conglomerados ávidos de espectáculo, y al mismo tiempo han sido las verdaderas autoras de los modernos lugares comunes y los nuevos imaginarios populares, ya no solo en las culturas locales sino en regiones cada vez más vastas, ora unidas por la lengua, ora unidas por todo tipo de intereses y relaciones establecidas entre grupos dominantes y dominados, pero eso sí, configurando siempre la gran cultura global.

Letras ramplonas y poco elaboradas, como “No tengo dinero, ni nada que dar, lo único que tengo es amor para amar” o empalagosamente cursis como “Yo no nací para amar, nadie nació para mí, tan solo fui un pobre soñador nomás”, acompañadas de un dramatismo virtuoso y afectado, son los ingredientes perfectos para construir los nuevos universos de afectos e idearios colectivos que marcan y contraponen generaciones. Si a eso se le suma la trillada historia del artista que surge de la miseria y que logra salir avante luego de múltiples vicisitudes, pobrezas y marginaciones, la función didáctica, ejemplar y moralizadora cumple su cometido. Las sociedades modernas, desde sus clases más poderosas hasta su lumpen, tienen su moderna novela ejemplar y cada quien la irá ajustando a sus propias expectativas.

Un apunte más para finalizar: no estoy a favor ni en contra, y el artista en mención ni me agrada ni me desagrada. Mi interés es, simplemente, tratar de dilucidar un fenómeno que atañe no solo a la sociología, a la psicología social, a la antropología y a la historia del arte, sino también a la estética. De hecho, el artista tan solo es el pretexto de un proceso mucho más complejo, y así como pudo ser él, pudo ser cualquier otro. En el fondo, quizá a lo que todos hemos estado asistiendo desde la irrupción de los medios masivos de comunicación es una transformación de lo popular, que al parecer ya no nace de la entraña del mismo pueblo sino es producida en serie, bajo patrones de homogeneidad, por consorcios internacionales que se encargan de crear nuestros propios dioses, héroes y demonios para que solo los consumamos. ¿Así o más cómodo?

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