Estaba estudiando mi primer año de Psicología cuando leí por primera vez Colonialismo y revolución, el primer texto de Carlos Guzmán Böckler que caía en mis manos. A pesar de que en mi juventud siempre fui un lector ávido, en esa época no acostumbraba a prestarle mucha atención al nombre de los autores, principalmente si lo hacía con el compromiso de entregar mis tareas en la clase de Historia. He de confesar también que el primer estado de ánimo que me causó ese libro fue de pereza, porque era una fotocopia empastada cuya legibilidad dejaba mucho que desear. Lo cierto es que el nombre de este autor, de quien no había oído hablar antes, me sonaba de lo más curioso, pues el «Carlos Guzmán» se me hacía tan ladinamente familiar, tan ladinamente común, mientras que el «Böckler» se me antojaba a un antropólogo exótico a lo Ralph Linton, quien en su momento imaginé como una especie de Indiana Jones viviendo entre los bereberes subsaharianos y esquivando todo tipo de enfermedades tropicales del África negra, todo para escribir, bajo la luz de una vela y perdido en un lugar remoto del mundo, los rasgos distintivos entre australopitecos y pithecantropus.
Como siempre fui muy consciente de mis compromisos académicos en mis alegres épocas de estudiante, comencé a leer el libro de manera concentrada y poco a poco me fui adentrando a la postura del autor, al mismo tiempo que me iba identificando profundamente con la lectura y el análisis que hacía sobre nuestra realidad el tal Böckler, apellido tan difícil de trazar a pesar de mis recientes estudios de alemán en aquel entonces. Y es que, conforme avanzaba en sus páginas, el libro me daba la certeza de que era una fiel radiografía del cáncer social que nos consumía y nos sigue consumiendo. Mientras seguía con interés cada una de sus letras, ataba cabos y cerraba baches que hasta ese momento no había podido resolver.
¿Que si fue revelador? En cierto sentido sí, aunque debo admitir que ya antes había leído mucho sobre marxismo ortodoxo, sobre las terribles consecuencias que traía para la mayor parte de la humanidad la expansión de los tentáculos imperialistas, sobre el poder destructivo de las dictaduras oligarcas y militares en América Latina y, por qué no decirlo, del respetable Severo Martínez Peláez, quien, hasta ese momento —a un año o dos de arribar al siglo XXI— había sido mi referente ideal en cuanto a su interpretación de la realidad nacional en La patria del criollo.
La patria que describe Severo Martínez es aquella fundada por los grupos criollos que, tras un paulatino proceso de toma de consciencia nacional, lograron desterrar a la clase peninsular castrante que había imperado en la época colonial. La nueva patria se establece sobre una compleja red de relaciones con profundas raíces medievales. Las emergentes clases medias y los indios se constituyeron como mano de obra necesaria para llevar adelante el proyecto de nación. Al criollo ilustrado y enriquecido le correspondía el rol histórico de llevar los destinos de la nueva nación. Por supuesto que concuerdo en que ese esquema de poder se ha venido perpetuando de manera ininterrumpida aunque las familias criollas se hayan renovado. La patria de hoy se sostiene, precisamente, por ese principio conservacionista, en medio del cual el prejuicio hacia el indio es consecuencia necesaria para establecer un sistema de relaciones económicas de explotación.
Böckler parece dar un paso adelante al negar que el prejuicio hacia el indio sea nomás una consecuencia de relaciones económicas de poder. Para él, las profundas diferencias entre indios y criollos desde las primeras épocas de la conquista son determinantes para establecer este tipo de relaciones. De ahí que, más que lucha entre explotados y explotadores, el problema fundamental de nuestra sociedad radica en las diferencias étnicas que, al final de cuentas, terminan siendo la causa y no la consecuencia de las desigualdades económicas y sociales. Eso explica por qué, en la actualidad, la nación guatemalteca necesite del racismo como el pez al agua. Solo el afianzamiento institucional del racismo permitirá a los criollos privilegiados de turno mantener su estatus y, por ende, la perpetuación del sistema de relaciones medievales imperantes.
En la joven historia de esta pequeña nación que aún no ha llegado a cumplir las dos centurias, el racismo institucionalizado se hace latente en varios hechos. El más evidente, quizá, es el relacionado con la desigual repartición de tierras. Es obvio que todos los terratenientes pertenecen a esta estirpe ladina descendiente de viejos y nuevos criollos. En su condición de latifundistas, son los únicos que tienen las posibilidades económicas para hacer florecer una industria local. En sus miras estrechas y en su afán monopolizador, los bienes que generan están destinados a engrandecer sus imperios a expensas del subdesarrollo de las mayorías. Esta clase tendrá mayor acceso a la educación, por lo que estará preparada para hacerse cargo del poder en función de resguardar sus propios y mezquinos intereses. En contraste están las grandes masas de población indígena que viven dispersas en las áreas rurales, sin acceso a servicios básicos y educación. Están condenadas a vivir en la peor de las miserias, sin la menor oportunidad de mejorar sus condiciones socioeconómicas. De esto se desprende lo oportuno de las acuñaciones deterministas que justifican la miseria del indio: su supuesta holgazanería, su detestable terquedad, su falta de pulcritud… razones simplistas que pretenden justificar el atraso y la inferioridad de su condición.
Pero dentro de este sistema jerárquico de castas todavía es necesario determinar dos componentes que terminan de perfilar su naturaleza feudal. Por un lado, los indios ricos, asentados en centros urbanos y que forman parte de los estamentos más altos de las clases medias; y por otro, los ladinos empobrecidos, que viven en el área rural, pero que también ocupan las periferias de la capital. En medio de estos polos hay una extendida clase media conformada por mestizos.
De acuerdo con Böckler, la alienación es la característica distintiva de esta clase media mestiza o ladinizada que, en términos del marxismo ortodoxo, correspondería a la pequeña burguesía. La alienación se convierte en un arma ideológica a servicio de las capas dominantes. La falta de identidad, propia de las clases mestizas desde su misma emergencia, fortalecen el sistema de castas. El indio y el mestizo añorando ser ladinos de cepa; y entre más blanca la piel, más posibilidades de asegurar el éxito. De ahí la actitud zalamera hacia quienes consideran sus superiores y la posición déspota de quienes creen sus inferiores.
Otro tanto ocurre con los grupos oligarcas de ascendencia criolla conformado por latifundistas y poderosos empresarios. Su discurso es de dos caras: ante sus siervos son prepotentes y canallas, pero lucen sumisos ante quienes consideran superiores.
¿Quiénes serían esos superiores? La respuesta es sencilla. La separación de España representó tan solo un cambio de metrópoli. Si bien es cierto que a partir de 1821 la nueva nación ya no tributaría para Madrid, el poder hegemónico pasó al gobierno de Washington. Por supuesto que, con los nuevos aires, esta tributación tendría que disfrazarse con los principios de la soberanía y de la democracia.
En conclusión puede afirmarse que este rígido sistema de castas, abanderado por las clases poderosas criollas-ladinas, es el factor determinante que impide la implementación de un modelo de desarrollo. Mientras estas minorías criollas detenten el poder, todo intento de cambio es ilusorio. Para que exista un cambio estructural, entonces, se necesitará de la integración y participación de todas las castas, lo que lamentablemente no ocurrirá a menos que haya una revuelta armada porque los nuevos criollos no estarán dispuestos a deponer su poder sin ofrecer lucha.
Esto explica también el fracaso de las gestas revolucionarias de este país en su corta historia. La lucha de independencia no fue más que el cambio de poder entre peninsulares y criollos; la revolución liberal fue tan solo el cambio entre conservadores y liberales; y la Revolución de 1944 con sus diez años de incipiente democracia y su consecuente caída no significaron más que llamadas al orden cuando los gobiernos establecidos resultaron ser demasiado peligrosos para los intereses de los sectores criollos. Como puede observarse, todas estas gestas, incluyendo el conflicto armado, están marcadas por el fracaso y, más allá de ser cambios políticos, nunca han constituido significativos cambios sociales. No pueden esperarse otros resultados cuando los movimientos son liderados por pequeñas cúpulas, ya sea intelectuales o militares, si tan solo representan los intereses de un pequeño grupo. En todo caso, un auténtico cambio tendría que salir de la entraña misma del pueblo y no desde los grupos opresores que los han utilizado a su conveniencia bajo la bandera del proteccionismo
Con esto no pretendo inventar el agua azucarada. Es más bien la lectura que hago a partir de este texto maravilloso de Böckler, que, en cierto sentido, marcó una etapa de mi vida para comprender un poco más nuestra compleja realidad. Lo que personalmente no soy ni seré capaz de comprender entre los jóvenes de hoy, pertenecientes a las clases medias urbanas, es esa actitud de indiferencia hacia los problemas sociales. Nunca entenderé cómo el profesional promedio de hoy, egresado de las universidades, no solo es incapaz de reconocer las causas históricas de nuestra situación, sino que llega al extremo cínico de negar la historia misma y se conforma con respuestas simplistas que más parecieran tranquilizar su conciencia: «El pobre es pobre porque quiere», «el indio es mula y huevón por naturaleza», «el indio chuco no entiende», «shumo tenías que ser», «tan indio que sos».
Humanamente siento la muerte de este prolijo hombre, pero lo que más me preocupa es que nuestro país se esté quedando sin sus valiosos pensadores y en el horizonte no se vislumbren muchas luces que los sustituyan. En su lugar están quedando profesionales técnicos impregnados de una visión empresarial de corte neoliberal que, al parecer, seguirá cimentando el egoísmo y la división. Sin duda ya pasaron las épocas de las revoluciones y la revolución del pensamiento ahora se limita al doméstico campo de la individualidad, en mensajes del tipo «el cambio está en mí». Parece que el futuro está marcado por una época de obediencia ciega mientras se ciñe una nube oscura sobre nuestras cabezas.
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