Vacío y ruido en Esperando a Godot


Leo De Soulas_ Casi literalCentroamérica es una región donde puede ser muy difícil ver propuestas teatrales que, además de cumplir con su rol de entretenimiento, se conviertan en imágenes sensoriales cargadas de múltiples significados; y que, a través del juego lúdico, te inviten a reflexionar. Es más común enmarcarse en discursos teatrales figurativos, dada nuestra inclinación hacia el teatro criollo heredado del realismo y el costumbrismo español finisecular.

Esperando a Godot, del dramaturgo irlandés Samuel Beckett, es una propuesta lanzada en Guatemala por la Compañía Artística Midas bajo la dirección de Emmy Coyoy, que, más allá de la lectura ya canónica del teatro del absurdo, se usa como pretexto para expresar lo propio y adaptarla, no a una cultura local, pero sí a una cultura global actual.

Si Parménides afirmaba que nada cambia y Heráclito, por el contrario, decía que no nos bañamos dos veces en el mismo río, el montaje de Emmy Coyoy sintetiza muy bien la fusión de ambas ideas en esta valiosa propuesta que ha sabido actualizar a los tiempos modernos sin robarle su esencia.

Habrán pasado ya unos setenta y cinco años desde que Beckett escribió Esperando a Godot bajo la influencia del teatro de vanguardia francés, y en un contexto de completa desesperanza existencial y de pesimismo exacerbado debido a los devastadores resultados de la Segunda Guerra Mundial y de la punción constante que ofrecía el panorama de la Guerra Fría. Y como toda crisis, esa angustia pudo traducirse en lenguaje artístico deconstruido en expresión de soledad, desesperanza, sinsentido y angustia existencial.

La propuesta de la Compañía Artística Midas, además de reflejar el vacío agobiante y ese devenir absurdo de la experiencia humana que no pareciera ir hacia algún lugar, aporta de manera certera la manera como en la postmodernidad llenamos ese vacío, atorándonos de objetos de consumo y entregándonos de manera acéfala al mundo de la tecnología. Sin embargo, el vacío existe —hoy mucho más profundo que antes— y nos encontramos más solos y desvalidos de lo que estábamos en el pasado, por más que nos llenemos de dispositivos para «conectarnos».

En la puesta en escena de Coyoy, los símbolos que hacen una clara alusión a ese hartazgo de tecnología en la que nos escondemos son muy claros: un sauce llorón animado por rayos de alta gama, la interferencia escuchada ante la alusión de la espera de Godot que nunca tiene fin, los vestuarios psicodélicos y los elementos de utilería que aluden de manera directa a ese laberíntico mundo de las comunicaciones que, en lugar de acercarnos más, nos distancian y aumentan nuestra angustia existencial. Ese mundo moderno de comunicaciones es una especie de fast and fat food que consumimos para acallar, aunque sea en la superficie, ese vacío insaciable que nos consume.

En el fondo está la espera de un dios tiránico que nunca termina de llegar. La espera de un mesías en quien depositamos nuestras esperanzas y anhelos de humanidad en una sociedad cada vez más deshumanizada. Un último asidero para terminarle de dar propósito a nuestras existencias marchitas que caminan desengañadas.

Esperando a Godot es una obra donde no ocurre nada y ocurre todo. La directora deja bien claro este aspecto en su puesta en escena, porque sin duda es un reto montar secuencias de acciones que dan vuelta en el mismo lugar y mantener atento a un público que, en líneas generales, está acostumbrado a los mensajes reductivos, elementales y facilones de los que nos bombardean las comunicaciones actuales. Con bastante maestría, la directora y sus actores consiguen construir fraseos, gradaciones y contrastes que mantienen al espectador al vilo de la angustiante espera que no termina y que se transforma en el macabro rito de Sísifo; acallado, eso sí, por el ruido de la modernidad que adormece nuestras conciencias.

Recuerdo que hace treinta años exactamente, con Teatrocentro, participé en una propuesta escénica de este mismo texto, con toda la ilusión que en aquellos tiempos teníamos como actores jóvenes. También recuerdo que, más allá de la temática, resultaba frustrante en grado mayúsculo que las salas estuvieran vacías (más frustrante, incluso, que la angustia de la espera). Hoy, treinta años después, es lamentable que las cosas no hayan cambiado mucho. Esperando a Godot es una propuesta acertada que debería estar encabezando la cartelera, pero que tendrá que esperar tiempos mejores: tiempos en que tengamos un público más receptivo y sensible a las expresiones no figurativas del teatro; un público menos demandante de esa bazofia que, tal y como se plantea en la puesta en escena, sólo busca llenar el vacío angustiante.

Felicitaciones a la Compañía Artística Midas y mis mejores deseos para que sigan explorando y apostando por un teatro de propuesta.

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