Un pianista entre los cerdos


Leonel González De León_ Perfil Casi literalA Pedro Juan Gutiérrez lo conocí con una obra tan intensa como la Trilogía sucia de La Habana, su célebre colección de relatos. Fabián y el caos (2015) es su segundo libro que llega a mis manos. Se trata de una novela organizada en cinco capítulos donde los impares cuentan, en voz de un narrador omnisciente, la historia de Lucía y Felipe Cugat, matrimonio de españoles, y su hijo Fabián. En 1927 la pareja se muda a Cuba para ampliar el negocio de tejidos de la familia y se establecen en Matanzas. Allí pasan veintidós años de almuerzos y cenas a solas y sin sobremesa hasta que en 1949, cuando la edad de ambos lo hacía muy poco probable, ella se embaraza y nace Fabián.

El niño crece inmerso en la música —su madre era maestra de piano— y se mantiene ajeno a la transición que sufrió la isla a partir del año 1959 y que, como toda revolución, es ventajosa para algunos y desastrosa para otros. Su padre estuvo entre estos últimos, pues su negocio fue nacionalizado y con el cambio de moneda y la penalización al dólar, su patrimonio desapareció en pocos minutos —esto podría leerse en clave autobiográfica, pues el padre de Gutiérrez administró una heladería hasta 1961, cuando fue nacionalizada por el gobierno—: «En un momento, todos los cubanos, seis millones de personas, quedaron igualados por lo bajo. (…)  En un instante dejaron de existir la clase alta, la media y la baja». En la escuela secundaria, Fabián conoce a Pedro Juan, personaje habitual del autor —pero no su alter ego—, quien es muy distinto a él y no se interesa por el arte. Comparten una temporada fugaz sin extender lazos de amistad, y luego, en medio de las nacionalizaciones, sus caminos se separan para reencontrarse más adelante.

Fabián crece, llega a ser un pianista enamorado de Wagner, Bach y Tchaikovski, y en secreto se reconoce homosexual. Debe ser discreto en sus dos pasiones por la alerta nacional contra la «desviación ideológica» que el gobierno había declarado en contra de cualquier disensión de lo establecido. Luego, ahogado por la pérdida del negocio familiar, se ve orillado a romper su burbuja de cristal y ve como única salida abandonar la música culta y sustituirla por las rumbas en los carnavales con un grupo de empíricos que, opuestos a su genio, son incapaces de leer solfa y tocan a puro oído. Fabián toma las manijas del conjunto y se convierte en la estrella de los carnavales de la ciudad de Matanzas, al tiempo que, inmerso en el clima festivo, su identidad sexual sale a flote. Luego, la banda se traslada a Varadero para tocar en hoteles de lujo. Aunque Fabián seguía resistiéndose a degradarse en la música popular, termina aceptando y esto resulta un parteaguas en su vida que le abre dos puertas: la primera, empezó a escribir mambos y boleros que, aunque le asqueaban, le granjearon mayores ingresos; y la segunda, tuvo su primer romance, que duró poco y que le pasó factura de por vida.

Los capítulos pares contienen, narrada en primera persona, la historia de Pedro Juan, irreverente de nacimiento, alérgico a las ataduras y esclavo de la hormona. Lee pocos libros pero es adicto al cine. Debido al antinorteamericanismo que imperaba y que aún reina en la isla, se prohíben las películas estadounidenses, y como pretexto para reunirse con muchachas en la oscuridad de la sala, devora cintas de directores hasta entonces desconocidos: Resnais, Kurosawa, Bergman y Milos Forman, quienes, según él, narraban «historias de gente común y corriente.  Nada de héroes ni gente sobresaliente».

Años después, en medio del proceso de reinserción social al que se sometía a cualquier sospechoso ante el gobierno —«Si eras vago, maricón o religioso, te encerraban para que te rehabilitaras. (…) Era obligatorio ser valiente y heroico»—, Pedro Juan, condenado por lo primero, y Fabián por lo segundo, coinciden en una fábrica de enlatado de carne. Allí, lejos de cualquier asidero artístico y en medio de cerdos destazados que destilan sangre y orina, Fabián sucumbe y se entrega a su sexualidad en un rincón de la planta denominado El Templadero. Extenuado por el trabajo físico y enajenado por la sodomía cotidiana, es incapaz siquiera de escuchar música y se hunde en una espiral autolítica que da paso a la tragedia.

Cada cierto tiempo retomo la Trilogía de Gutiérrez y vuelvo a gozar con sus historias hilarantes y lisérgicas, permeadas de ron, tabaco y pieles húmedas; Sin embargo, prefiero esta línea suya donde ahonda en un registro histórico y quizá un poco más dramático, lo que requiere una habilidad superior a la que utiliza para narrar noches de sexo sórdido y ron casero como insiste en sus cuentos.

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