A menudo voy a caminar a un jardín de esculturas que está cerca de mi casa. Me encantan muchas de las obras, pero más aún los senderos entre la abundante vegetación, las flores, los estanques y los puentes. Leo las placas junto a las esculturas. Arriba aparece el nombre de la pieza, luego el del artista, le sigue la fecha de nacimiento (y muerte, si acaso corresponde) y su nacionalidad. Si la artista nació, por ejemplo en Francia, pero murió como ciudadana de Estados Unidos, la placa dirá lo siguiente: American, born French. Ese detalle —menor para la mayoría de los paseantes— siempre me golpea un poco.
¿Cómo debería identificarme? ¿American, born Costa Rican? Eso es posible porque el formulario de nacionalización americana explícitamente demanda la renuncia a nuestra «previa» nacionalidad. Desde el punto de vista de Estados Unidos, ningún ciudadano puede serlo, a la vez, de otro país. Me imagino que el resto del mundo le da la espalda a ese reclamo y no es extraño encontrar personas con múltiples nacionalidades. Las razones para ser de un país y de otro varían, pero influye mucho el azar y los lugares a los que el destino ha llevado a nuestros padres y a cada uno de nosotros.
Al nacionalizarse estadounidense uno también tiene la posibilidad de cambiarse el nombre, lo cual siempre me ha parecido fascinante. Es como borrar por completo la vida anterior y hacerse una nueva, aunque estoy seguro de que los secretos y pesares seguirán con nosotros como fantasmas gentiles o como un pudridero debajo de la alfombra. Conozco al menos dos personas que han cambiado su nombre. Un amigo se puso Oskar como el personaje protagonista de El tambor de hojalata. Otra persona fue Dora, de El Salvador, quien ahora es oficialmente Alicia. Yo no hubiera sabido qué nombre ponerme aunque Uriel Quesada es un trabalenguas casi imposible para los anglohablantes nativos.
Yo nunca he dejado de sentirme costarricense aunque mi país de origen se ha vuelto un paraje extraño donde no estoy seguro si tengo un espacio, donde ya no conozco muchas de las reglas sociales y donde tiendo a perderme. Tampoco me siento americano. Basta que diga algo y de inmediato paso a otra categoría, y la gente se afana por descubrir mi verdadero origen y asumen que es mi obligación relatar at ad nauseam mi historia de migración. Y si oyen mi nombre, esa es la estocada final.
Y mientras mi sentido de pertenencia es un tanto nebuloso, el de otros es una búsqueda constante. He tenido estudiantes de tercera o cuarta generación que reclamaban sus raíces en lugares que nunca han conocido. He tenido amigos que solamente establecen relaciones sentimentales con gente «de su propia tierra». Conozco personas que arrastran resentimientos y odios ancestrales, heredados de abuelos y tíos. Una vez viajé a Cuba con un compañero de estudios que me agradeció haberlo «llevado a casa», aunque nunca antes había pisado la isla. Tenía tanto miedo de ese encuentro con los fantasmas de sus ancestros que solamente se atrevió a hacer el viaje cuando yo pude acompañarlo.
A fin de cuentas, al menos para mí, ser American, born Costa Rican no es otra cosa que la evidencia del espacio liminar en el que vivo. A veces opto por la indiferencia o por creerme ciudadano del mundo, pero la mayor parte del tiempo, el niño solitario que hay en mí se pregunta si alguna vez, por fin, podrá sentirse en casa.
Ver todas las publicaciones de Uriel Quesada en (Casi) literal