El Salvador y el asunto de la reelección


Darío Jovel_ Perfil Casi literalEl 15 de septiembre se cumplieron 201 años desde que un pequeño grupo de países se separaron de la corona española y probaron suerte en el mundo. En uno de ellos, El Salvador, mi país, el presidente de la República, Nayib Bukele, anunció que volverá a correr como candidato presidencial en 2024. Dejando de lado que la constitución lo prohíbe expresamente —pues la ley sin nadie que la haga valer es solo letra sobre papel—, su decisión es, cuanto menos, llamativa.

En primer lugar, la tradición latinoamericana de personajes que han buscado la reelección pasando sobre la carta magna de sus naciones (a veces escribiendo otra) no es nada loable: Hugo Chávez, Daniel Ortega y Juan Orlando Hernández son algunos ejemplos recientes de esta penosa costumbre. Pero sería una falacia decir que porque en X país pasó tal cosa, acá debería ocurrir lo mismo; y decir que las acciones del presidente salvadoreño son o pretenden ser iniciadoras de una catástrofe similar a la que esos otros jefes de Estado hicieron con sus países también es falaz. Sin embargo, existe una pregunta que aunque peca de sencilla es difícil de responder: «¿Por qué quiere ser presidente otra vez?»

La aprobación del mandatario es tan alta y la de sus opositores tan baja que cualquier candidato propuesto por él ganaría la elección sin problema, pero ¿por qué debe ser él quién siga al mando? ¿Acaso su proyecto de nación es tan endeble que depende de un ultra-personalismo para funcionar? ¿Acaso confía tan poco en sus subalternos? Naturalmente nadie puede ver el futuro, pero lo que sí podemos hacer es voltear al pasado y ver que ese tipo de acciones suelen derivar en tragedias. Con esto no estoy diciendo que la historia —repleta de egos tan grandes que se saciaron con la sangre y la libertad de pobres e inocentes— vaya a repetirse; pero tampoco lo estoy negando. Pero si colocamos todos los ingredientes para un desastre podría ser verosímil que ese desastre se vuelva realidad.

Un gobierno autoritario no tiene por qué ser impopular; todo lo contrario: es su popularidad la que le permite subsistir en el mar de los tiempos. Trujillo en República Dominicana o Pinochet en Chile, sin mencionar a Castro en Cuba o a Chávez en Venezuela, son ejemplos de dictadores de este lado del charco que en su momento fueron extremadamente populares, si no es que amados por sus pueblos. También es cierto que si un político cuenta con la aprobación de sus ciudadanos suele ser porque sus colegas contemporáneos han sido deleznables y corruptos.

En ese sentido, independientemente de lo que haga o se grite a los cielos, si el presidente decide reelegirse, a no ser que ocurra algo trascendental, podría lograrlo sin mayor esfuerzo. Lo que él decida hacer con ese poder ilimitado (al que, con la reelección, se le añadiría la facultad de no temer al tiempo) será lo que acabe de definirlo como un autócrata más de este continente-madre de las desgracias, o como la persona que salvó a un país de su subdesarrollo. Lamentablemente las otras personas que han tenido un poder similar en el mundo han acabado casi todas en el primer grupo. Los gobiernos del mundo entero son cada día más autoritarios, respuesta natural a que las personas han dejado de entenderse y a que silenciar al otro se ha vuelto una costumbre peligrosa. Ante ello, dado que toda persona en el poder busca aferrarse a él tanto como pueda, no les queda más que abrazar a sus fanáticos ciegos y disparar contra sus opositores (que muchas veces están igual de ciegos).

Porque desde un dictador del tamaño de Stalin, un jefe abusivo que trata como escoria a sus empleados o subalternos, hasta un padre sujetando un cinturón para desquitar los gritos que recibió en el trabajo son todas muestras de lo mismo: de lo insignificante que somos como individuos y que, ante un cargo en una institución, un cinturón de cuero o una silla presidencial, nos dejamos seducir por la mentira que el poder otorga.

Porfirio Diaz se levantó en armas contra Benito Juárez en nombre de la «no reelección» para devolverle la democracia a México, pero acabó por quedarse en la silla presidencial por más de treinta años. Detrás de cada gran tragedia suele haber alguien que fue demasiado idealista, que no calculó bien el peso del mundo ni se imaginó que el poder fuera tan embriagante, pues se creyó más puro e incorruptible que los demás.

No ha habido persona en la historia que, poseyendo el poder absoluto, no haya liberado los demonios que lleva dentro o construido una espada con el odio que acumuló durante una vida. La historia rima y dentro de un siglo quienes vean al pasado habrán de reclamarnos y recriminarnos por lo que hicimos con nuestro tiempo, por la herencia que les dejamos, por lo ingenuos que fuimos y por las veces que nos quedamos de brazos cruzados viendo cómo se sacrificaba el futuro.

[Foto de portada: Presidencia de la República de El Salvador]

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