Año de duelo


Uriel Quesada perfil Casi literal 2El año 2023 empezó la noche del 12 diciembre de 2022, cuando recibí un mensaje de mi hermana anunciando que mi madre agonizaba después de sufrir una embolia pulmonar. Volé a Costa Rica de inmediato. Al salir del aeropuerto, en San José, mi hermano menor llamó para pedirme que fuera directamente al hospital. Supuse entonces que debía enfrentarme a lo peor. Sin embargo, mi madre no murió ese día ni al siguiente, sino nueve meses después, luego de sufrir varias crisis que se suponían definitivas. Yo no sabía si estaba listo para su muerte aunque me repetía una y otra vez que sí. Tan convencido estaba que, cuando el deceso finalmente se produjo, le dije a mis hermanos que no aguardaran por mí, que yo estaría bien. Ese día no lloré y no pude hacerlo sino hasta semanas después; y solo durante unos pocos minutos. Eso sí: se me vino encima un enorme cansancio, pues el proceso de decadencia y muerte de mi madre había empezado en 2018 y, tanto yo como mis hermanos, ya no podíamos más.

Durante ese largo año hubo otras pérdidas, sobre todo muertes violentas. Sin planearlo, me dediqué a explorar el tema del duelo. Leí libros como Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett; o El amigo, de Sigrid Nunez. Escuché varios podcasts. Descubrí perogrulladas: no hay dos procesos de duelo iguales, las célebres cinco etapas del duelo (negación, rabia, negociación, depresión y aceptación) no ocurren siempre en ese orden ni a todas las personas y ni siquiera deben ser cinco… Escuché que el duelo va desapareciendo con el tiempo y también que nuestras vidas crecen a su alrededor porque el luto deja de crecer y queda encerrado como una semilla entre las piedras. Hubo quien dijo que ahora era mejor persona gracias a sus pérdidas y supe de gente que suprimió su dolor por décadas hasta que un evento trivial lo hizo desbordase como agua…

Mi búsqueda fue simple: Entender mis pérdidas, mis reacciones y, como extensión, las de mi gente cercana. Me puse a escribir un ensayo sobre mi difícil relación con mi madre. Descubrí que la casa donde mis hermanos y yo crecimos –ahora abandonada– se había convertido en un símbolo de la ausencia y de la imposibilidad de recobrar el pasado. Dejé que el dolor fluyera a su antojo, que se manifestara como le diera la gana. Le dije y me dije que tomara su tiempo, que tarde o temprano nos pondríamos en paz.

Me fui de fiesta un poco desconcertado por mi deseo de vivir. Adopté dos gatos para volcar en ellos mi atención y mi cariño, pues necesitaba salir de mí mismo. Ahora intento replantear mi relación con Costa Rica porque llevaba años viajando al país cada tres meses con el único propósito de acompañar la decadencia y agonía de mis padres. Me pregunto qué haré en Costa Rica ahora que el foco de mis constantes y cortos viajes se ha acabado para siempre.

En su fascinante libro Una guía sobre el arte de perderse, Rebecca Solnit reflexiona sobre lo desconocido y relata varias circunstancias en que se lanzó a aventuras inciertas o totalmente ajenas a su experiencia. En ese momento de mi vida las certezas se han derrumbado y el mundo se abre como algo nuevo; y, por ello mismo, sin promesa alguna.

Yo acepto el reto, pero en vez de estar en el año 2024 me pregunto cuándo ha de terminar el 2023.

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