¿Cómo es que un bastardo huérfano, hijo de una prostituta y un escocés, abandonado en una isla en medio del Caribe en pobreza y tormento, se convierte en un héroe y erudito? Hamilton, el musical creado por Lin-Manuel Miranda es una adaptación de la biografía Alexander Hamilton (Ron Chernow, 2004) que sigue al padre fundador americano, conocido también como abogado, escritor, economista y fundador del sistema financiero nacional.
Es bastante común escuchar leyendas sobre los padres de América: el cerezo de George Washington y la cometa electrocutada de Benjamin Franklin ya son más parodia que mito. Pero, al contrario, la historia de Hamilton siempre estuvo marcada por sus orígenes menos que corteses (por no decir miserables) y su protagonismo en el primer escándalo sexual de un político estadounidense, situaciones que le costaron una reputación presidenciable.
Acaso en 2015, durante una de las presidencias más controversiales de la historia estadounidense, volvió la necesidad de analizar estas figuras que, a pesar de su contribución a la revolución e independencia, perdieron la veneración mística de su pueblo. Gracias a Miranda, Hamilton dejó de ser simplemente el retrato en los billetes de $10 para convertirse en uno de los personajes más humanos e icónicos de la idiosincrasia americana.
Desde su concepción en la cultura griega antigua, el teatro ha sido el género literario ocupado por la Historia (con mayúscula). El modelo del musical americano como lo conocemos surgió a finales del siglo XIX y se perfeccionó a mediados el siglo XX, uniendo el prestigio de la ópera con la accesibilidad de ritmos más populares como el jazz o el blues. El teatro musical se valió de la literatura para explorar momentos determinantes de la historia como la Revolución de Junio (Les Miserables), la expulsión de los judíos en Rusia imperial (Fiddler on the Roof) o la reforma occidental en Tailandia (The King and I). Poco a poco se sumaron observaciones más contemporáneas, como la persecución Nazi (The Sound of Music), la dictadura peronista (Evita) y los ataques del 9/11 (Come from Away), entre otras.
El musical no se trata de la fidelidad a la historia ni la complejidad introspectiva de la literatura: su mejor cualidad es la conexión entre ese momento lejano en el pasado y las realidades de la audiencia de ahora. Esa es también la razón por la cual muchos musicales, algunos no necesariamente históricos sino históricamente-adyacentes, tienden a ser readaptados para resonar con un momento actual (y llevarse el Tony al mejor revival). Así sucedió con Hair en 2008 (mediados de la Guerra de Iraq), La Cage Aux Folles en 2010 (revocación de la política don’t ask, don’t tell en el ejército estadounidense) y The Color Purple en 2016 (la presión fallida de Black Lives Matter en la elección que ganó Donald Trump).
A esto se suma también la prioridad del género por favorecer el talento de sus artistas sobre cualquier ápice de veracidad: por eso hay un George Washington afroamericano rapeando en Hamilton, muy a pesar de que el verdadero Washington tenía docenas de esclavos africanos y quizá muy poco talento para las rimas.
No hay error en señalar la romantización que los musicales suelen darles a los eventos históricos: se requiere una abundante dosis de revisionismo para transformar una lectura legislativa en un número de hip-hop. Pero vuelvo a la idea de que el arte no tiene la obligación de educar ni corregir, sino de conmover. En efecto, sus creadores y artistas están en la capacidad de innovar y doblar estereotipos, pero es absurdo exigirles la didáctica que es exclusiva y principalmente obligación de la audiencia.
De hecho, estoy lista para argumentar que ese revisionismo es una evidencia de la creación de una consciencia colectiva, tan sesgada, errada y sincera como cualquier ser humano. Hamilton es un éxito memorable por la forma en que deja a cada norteamericano sentirse conectado con la narrativa del underdog. Esa es la identidad de la nación, también presente en Langston Hughes, Louisa May Alcott o Ernest Hemingway, y hay algo bello y poético en ese sueño compartido que se vuelve mito privado hacia el futuro.
Desde que escuché Hamilton he querido hallar el equivalente guatemalteco (o al menos centroamericano) de esa narrativa y sigo sin conseguirlo. Acaso sea porque acá no sabemos cómo funciona el teatro o porque definitivamente no nos importa la historia; pero suelo llegar a la conclusión de que en estas esquinas del tercer mundo preferimos que el pasado sea algo más banal por los siglos de los siglos. Y poco importa quién vive, quién muere y quién cuenta nuestra historia.
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