Eugenio Barba y un desencuentro de directores de teatro


LeoEntre las personas que se dedican a las artes escénicas en una región como la de Centroamérica, donde el teatro y el arte en general nunca han sido prioridades, es común escuchar dentro del gremio la eterna discusión de que el teatro se puede hacer por afición o por profesión. Ciertamente que esta discusión siempre gira en torno a que el teatrista reclama de forma auténtica su papel como profesional dentro de las artes escénicas. Por supuesto que tiene derecho a hacer este reclamo y exigir que se dignifique su oficio.

El problema es que, para la mayoría, el término profesional que va tan de boca en boca solo hace alusión a acumular años de empirismo sobre las tablas o a producir y representar espectáculos para vivir —o a veces malvivir— de ellos. De manera que si se tiene 30 o 40 años de hacer teatro o si solo se tiene un año, pero se tiene la capacidad de vender, el teatrista ya se ha ganado el derecho de llamarse «profesional». De ahí pueden pasar años y años realizando las mismas prácticas, montando las mismas obras, reciclando los mismos vestuarios y las mismas escenografías o repitiendo las mismas morcillas; y pareciera que la profesión ya tocó techo y es imposible seguir expandiendo las alas.

Sin embargo, este tipo de «profesionalismo» es el que se suele aludir cuando el artista necesita reclamar sus derechos, algo que saltó a la vista ante el terrible desempleo vivido con la llegada de la pandemia. Por supuesto que este mal llamado profesionalismo tras el que se esconde el ejercicio improvisado de la profesión no es único en el mundo de las artes. Ocurre en todos los ámbitos: maestros dando clases sin ser maestros, juanes de los palotes tirados con onda en las dependencias del Estado solo porque tienen los «conectes» y «cuellos» necesarios. Así nos damos cuenta de que esta improvisación —y no hablo de la improvisación como técnica en el teatro— se ejerce en todos los niveles y estructuras sociales.

En el caso de Guatemala, la universidad también ha puesto su grano de arena. Hace algunos años comenzó a regalar títulos a diestra y siniestra bajo unos criterios dudosos. Solo era necesario desarrollar un temario teórico mal planteado, confuso y presentar un trabajo de dirección o de actuación, según la especialidad que se sacara, y automáticamente se obtenía el sueño dorado de reconocerse un día como profesionales ¿o profesionistas?

Hoy esa improvisación parece dar sus frutos —o pasarnos factura—. Me pregunto si hoy un odontólogo sería capaz de sacar una muela sin haber pisado un aula universitaria, o si un médico se atrevería a meter cuchillo sin primero haberse quemado las pestañas durante más de cinco años de estudio arduo. ¿Por qué entonces a un artista, a quien se le regala el título, no tiene la responsabilidad o, por lo menos la pena, de autoformarse para poderlo ostentar?

Es una pena que hasta en el gremio artístico, que debería ser uno de los más críticos, justifiquemos nuestros vacíos intelectuales. Lo digo por el reciente desencuentro de directores que recientemente hubo en la Gran Sala del Centro Cultural Miguel Ángel Asturias, en la Ciudad de Guatemala, donde fueron invitados conocidos directores para compartir un foro con el connotado teórico y director teatral italiano Eugenio Barba, creador del concepto de antropología teatral.

Lo que se esperaba fuera una actividad académica de alto nivel, un intercambio de experiencias para encontrar puntos de convergencia y divergencia a partir de la propuesta del maestro, una reflexión filosófica del propio quehacer teatral a partir de los planteamientos expuestos, un debate o una puesta en común de las ideas… Terminó siendo un romántico anecdotario que, por muy entretenido que fuera, nos hizo perder la oportunidad de que la actividad se convirtiera en una experiencia de aprendizaje.

Entiendo que muchos directores fueron subidos al ruedo sin tener la menor idea de lo que se esperaba de ellos en el encuentro. Entiendo que la moderación de la actividad no tuvo la mejor dirección. Entiendo que los directores no utilicen la técnica de Eugenio Barba en sus procesos creativos. Entiendo que la organización de la actividad haya tenido sus fallos, que en realidad fueron más aciertos, dada la experiencia del grupo Proscénico, que hizo demasiado con gestionar esta actividad y ya por ello tienen ganado un mérito. Todos esos factores se pueden entender; pero con todo y esto, los directores no pueden justificar su pobreza intelectual.

Comentaba con una amiga que no es que se pretenda hacer un teatro academicista. Es que pertenecer a una profesión implica estar informado; conocer aunque sea generalidades de las propuestas de los maestros contemporáneos. Eso también es parte de la profesionalización. Puede que un psicólogo no aplique terapia de conductismo en su clínica, pero eso no quiere decir que sea incapaz de explicar el conductismo, por lo menos en sus aspectos más generales.

Este desencuentro de directores de teatro en realidad debería ser un barómetro de las falencias que todavía hoy se tienen dentro de la profesionalización de las artes; pero también una medida individual que nos debería llevar a replantearnos si realmente podemos ponernos en la solapa la medalla de profesionales.

Los tiempos cambiaron radicalmente. La información está al alcance de la mano para todos, solo es necesario tener criterios de selección. Hoy ya no se puede decir que la información no llega a estos rincones del mundo. Tampoco se puede atribuir la responsabilidad de nuestra formación profesional a la edad, a las diferencias culturales o la falta de oportunidades. No se necesita ir a Harvard ni a La Sorbona para formar un andamiaje en el que se fundamente nuestro quehacer artístico. Toda profesión se ha construido con un corpus de conocimientos básicos que nos vuelve competentes y nos faculta para ejercerla. ¿Por qué no hacer uso de ellos en lugar de quedarnos contando historias románticas cuando se demanda rigor académico?

[Foto de portada: Orf3us]

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