El Salvador: ¿callar la historia o conmemorar la paz?


Darío Jovel_ Perfil Casi literalTan pronto como la revolución Bolchevique triunfó en Rusia hacia finales de la Primera Guerra Mundial, en la recién fundada Unión Soviética quedó prohibido de forma tácita hablar de los antiguos zares (aunque fuera, incluso, para hablar mal de ellos). Tanto fueron así las intenciones de desterrar la memoria colectiva que la capital del imperio ruso se movió de San Petersburgo a Moscú y no bastó con arrebatarle a aquella el estatus de capital, sino que también le cambiaron el nombre a Leningrado. De esta forma la ciudad que antes llevaba el nombre de un Zar ahora llevaba el de un líder de la Revolución.

Durante la invasión alemana, en medio de la Segunda Guerra Mundial, la moral de los soviéticos estaba por los suelos. Ya no veían sentido en resistir a lo que parecía una eminente derrota. Stalin tomó muchas decisiones en aquellos momentos que resultarían cruciales para la guerra, pero una de las menos mencionadas fue cuando, en radio nacional, rompió ese pacto tácito de nunca hablar de los zares. Stalin recordó las victorias y logros militares de los viejos emperadores, mismas que en antaño habían moldeado a Europa. Lo que ese discurso pudo representar para la victoria posterior debió ser ínfimo, pero es innegable que contribuyó a subir la moral del ejército ruso y de la población; no porque extrañaran a los zares, sino porque recordaron que su existencia no había empezado en 1917, sino que eran un pueblo con siglos enteros de historia; que sus abuelos y bisabuelos ya habían vivido y sobrevivido a varias crisis y ellos también podrían hacerlo.

Aquel discurso subió su moral porque les devolverían algo que, para bien o para mal, era parte de la identidad común que todos compartían.

El gobierno de El Salvador decidió que no se realizarían actos para la conmemoración de los acuerdos de paz firmados en México el 16 de enero de 1992. Los motivos de tal decisión son evidentes: los protagonistas de esos acuerdos son su oposición política. Además, por esa misma línea se inscriben las razones por las que los demás partidos políticos han puesto el grito en cielo. Y es que esos acuerdos son, de lejos, el mayor logro de su historia, pues el documento firmado por un gobierno de ARENA y el FMLN (aún como guerrilla) es de las pocas cosas que hoy algunos pueden presumir en cumbres nacionales e internacionales.

Desde una perspectiva meramente utilitaria, la decisión es indiferente y hasta podría llegar a considerarse positiva, pues en última instancia no genera ningún cambió en los habitantes: nadie come o deja de comer, nadie gana, nadie produce o se beneficia de alguna manera tangible con la celebración de unos acuerdos con treinta años de supuesta vigencia. Los muertos no revivirán ni las personas que hayan desaparecido reaparecerán porque los acuerdos sean conmemorados. De hecho, la fecha en años anteriores, fuera de las instituciones oficiales, era un día común y corriente, en español: a casi nadie le importaba ni le importa aún.

A los soviéticos de los años anteriores a Segunda Guerra Mundial tampoco les importaba lo que había sido de los antiguos zares, muchos de ellos los habían sufrido y estaban de acuerdo con borrarlos de su memoria. Sin embargo, la historia, por más esfuerzos que se hagan, no puede ser borrada. Tarde o temprano la memoria colectiva traerá todos esos hechos y sucesos (así sean placenteros o dolorosos) de regreso a la orilla; y lo hará porque, guste o no, forman parte de la identidad de un país, de un pueblo. Y si por algún motivo siguen negándose a recordar la historia se verán obligados a hacerlo de la peor forma: repitiéndola.

Son muchos los gobiernos del mundo que deciden, o bien retocar los hechos, o bien arrancar unas cuantas páginas de los libros. Algunos lo hacen porque dichas páginas les avergüenzan y otros porque la coyuntura del momento hace que no sean convenientes. Y en ese sentido uno puede estar de acuerdo o no con la decisión de no conmemorar los acuerdos de paz (o puede que nos sea totalmente indiferente, que también es válido): la decisión puede ser correcta o incorrecta, necesaria o no. Dependerá de la opinión de cada uno y, al final del día, en el corto plazo, no afectará en prácticamente nada. Pero hay algo que sí es un hecho: esa historia, sin importar si debe causarnos orgullo o vergüenza, volverá a nosotros y es nuestra decisión si queremos que sea en las páginas de un libro o viviéndola de nuevo.

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