Más de un par de veces he prestado la metáfora de Kim Kardashian-West: la figura pornográfica, la vacuidad intelectual, la distractora insistencia de los medios por contarme qué come, qué viste, qué bebe y por qué está llorando otra vez. La familia Kardashian-Jenner es el ícono de un siglo XXI decadente, banal y desvergonzadamente humano. Y por eso, en este espacio tan aficionado a la desconstrucción de la intelectualidad majadera me propongo a defender la existencia, o más bien la necesidad, de llevarle la pista a los Kardashian.
De cara a su vigésima y última temporada comencé a ver Keeping Up with the Kardashians. La selección de esta familia es extremadamente acertada: los hijos de Robert Kardashian, el infame abogado de O. J. Simpson, se integraron a la familia del medallista olímpico Bruce Jenner (ahora Caitlyn Jenner). A eso se suman amoríos y pleitos con celebridades, un sex-tape, múltiples bodas, embarazos, bastardos y hasta un cambio de sexo.
El clan popularizó el adagio de «ser famoso por ser famoso», pero en realidad los Kardashian-Jenner son los maestros de la narrativa solipsista. En cada episodio la familia desempeña algunas de esas tareas estrafalarias pero aparentemente normales para los ricos: compran ropa de diseñador, planifican cocteles o se hacen faciales de sangre. Conversan con una escalofriante soltura frente a las cámaras y revelan un par de problemas personales consistentemente pueriles: alguien hizo un comentario altisonante, alguien compartió un secreto ajeno o alguien no sabe por qué está deprimida esta semana.
Hacia el final de la hora, estas disputas se resuelven con un discurso meloso sobre la importancia de la familia, el amor y la sinceridad. Honestamente es bastante aburrido, pero luego pienso en las conversaciones más importantes que he tenido en la vida y supongo que no entretendrían ni al confesor.
Entonces ¿por qué son diferentes las fruslerías de Kim, Khloe, Kourtney, Kendall y Kylie? Es imposible determinar cuán genuinas son esas escenas sentimentales (aunque la cantidad de alcohol en las manos de los protagonistas seguramente ayuda) pero la cinematografía tan deliberadamente descuidada del programa presta una sensación similar a la honestidad. Así, los Kardashian-Jenner interpretan la desmitificación de las celebridades.
Diferente de otros realities enfocados en promover a un artista (Newlyweds, Chaotic, etc.), Keeping Up with the Kardashians se regocija en la parte más mundana de la fama. No se trata de promover un disco o un tour de conciertos, sino la dinámica cuestionablemente saludable de sus miembros. Se aleja de los platós iluminados y se acerca a los mortales que compran la revista HOLA en la fila del supermercado. Tratan la fama como un medio, no como una consecuencia. Los Kardashian-Jenner saben que su mayor fortaleza no está en controlar los tabloides, sino en producirlos: son sus propios proxenetas, predadores y paparazis.
Así, divulgando su vida íntima al grado de la trivialidad, los hermanos de la K se han convertido en próceres de la democratización de la fama. Han redefinido la notoriedad en este siglo donde todos están ansiosos por compartirse, expresarse o retratarse so riesgo de convertirse en el meme de la semana. Para bien o para mal, ese es el gran regalo que nos dio la familia Kardashian: la certeza de que la celebridad ha estado dentro de nosotros todo este tiempo y solo necesita la cámara correcta para emerger.
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